El veneno de la nostalgia

Hace poco fui a ver Capitana Marvel al cine. Nunca he sido lectora de cómics, pero disfruto de una buena película de superhéroes como cualquier hija de vecino, así que tenía ganas de verla. Por eso, y por un motivo pequeño y quizá estúpido, pero que me tenía muy entusiasmada: sabía que casi toda la película estaba ambientada en 1995.

Si me sigues en redes probablemente ya me hayas visto protestar un par de veces sobre la hegemonía de los años ochenta en el cine, la televisión y más allá. De GLOW a Stranger Things, de Ready Player One a Los Goldberg, y aun en las columnas de opinión y las revistas de cine; para los medios actuales, los ochenta parecen ser el paraíso perdido, el país de la nostalgia, esa infancia que evocar con dosis iguales de sarcasmo y ternura. La “última época auténtica” (palabras textuales de un crítico cinematográfico), antes de que apareciera internet y la cultura se precipitara a un hoyo de caos millenial, imagino. En primer lugar, me enfurece que se use como arma contra mi generación una versión azucarada y aséptica de los ochenta (toda neones y sintetizadores y cine de Spielberg, pero nada de mencionar el apoyo de Ronald Reagan al régimen de Saddam Hussein, la virulenta crisis industrial en la Gran Bretaña de Thatcher ni el genocidio que supuso la crisis del SIDA). Pero en segundo lugar, he de admitirlo, siento envidia. Yo nací a principios de 1990, expulsada definitivamente de esa dichosa época mágica. Fui concebida poco antes de la caída del Muro de Berlín, así que soy hija del chat, el módem y la guerra de Yugoslavia; mis padres me hicieron salir de la habitación el día en que las noticias hablaron del suicidio de Kurt Cobain, y unos pocos años más tarde las Spice Girls se abrieron paso a través de un Perú convulso directamente hasta mi walkman. Ojalá la época en la que nací se llevara la mitad de atención y recursos que aquella en la que mis padres bailaron en sus últimas fiestas de juventud.

Así que hace un mes, cuando me senté a ver Capitana Marvel, tenía ganas de ver una película divertida y arquetípica, y tenía ganas de ver el primer largometraje protagonizado por una mujer del Universo Cinematográfico Marvel (gracias, Marvel, no es que hayan pasado diez años ni nada). Pero también tenía ganas de ver, aunque fuera un poquito, el telón de fondo de mi infancia reproducido por una superproducción de Hollywood.

Lo que conseguí fue muy poco, todo hay que decirlo. Un Blockbuster, una Gameboy, un slip dress. Una camiseta de Nine Inch Nails y una camisa de franela a cuadros en la cintura. Hole y Garbage en la banda sonora. Migas, pues la historia está situada en los noventa exclusivamente porque así conviene a la línea temporal del UCM y no porque el equipo de producción quisiese rememorar con especial cariño esa época. A pesar de ello, bebí con ansia cada detalle, y mientras Carol Danvers y Nick Fury parlamentaban en un bar de carretera sentí el curioso deseo de poder viajar en el tiempo. Ojalá, me dije, poder regresar a la década en la que fui niña, y verla con ojos de adulta. Poder experimentar la incertidumbre de un mundo post-Unión Soviética, poder saborear su música y su cine como si fuera la primera vez, volver a ver –esta vez con nitidez– los estampados holográficos, las primeras versiones de Windows y las boybands. Ojalá pudiera regresar; no para cambiar nada, sólo para volver a ver mi infancia y tocarla. Asegurarme de que fue real, quizá.

Justo después, la otra mitad de mi cerebro me dio un palmetazo mental en la mano (me ocurre con regularidad). «No quieres volver a los noventa. Quieres visitar una versión idealizada de ellos, como un parque temático. Los noventa que estás viendo no existieron, cojuda».

Sin darme cuenta había caído en la misma trampa que todes aquelles productores, directores y guionistas que me habían hartado con sus cantos de amor a los ochenta. Mi propia nostalgia me la había jugado.

 

Uno de los deportes favoritos del ser humano es mirar hacia atrás con ojitos tiernos, eso no es ningún secreto. Ya estuvimos hablando el mes pasado sobre que, aunque los recuerdos almacenados en el cerebro no se pueden intercambiar por otros, la manera en que los recordamos (cómo nos hacen sentir, qué detalles omitimos) sí cambian conforme envejecemos. No hay nada que suavice tanto las aristas de una memoria dolorosa, triste o fea que el tiempo. Quizá sea un mecanismo de defensa, algo que nos permite acceder a nuestra memoria sin tener que revivir los padecimientos del pasado. No obstante, corremos el riesgo de acabar creyéndonos esa imagen editada y anhelar que regrese, especialmente si el presente resulta no ser tan bueno como nos gustaría; como dijo Borges en uno de sus cuentos, “la desgracia necesita de paraísos perdidos” (y sí, acabo de citar a Borges, no sé qué me pasa hoy). Si a eso le sumamos que el pasado que estamos evocando es una época remota en la que aún no habíamos desarrollado nuestro sentido crítico y todo nos resultaba agradable o normal, como la infancia, el efecto puede magnificarse.

La nostalgia es natural, y supongo que mientras más años vives, más posibilidades tienes de sentirla. Tienes más pasados hacia los que volver la vista, y un colchón más mullido de años que te proteja de sus partes no tan halagüeñas. Hoy en día yo tengo casi treinta años, y a pesar de que sé de manera racional que mi paso por la universidad dejó mucho que desear, últimamente me he sorprendido a mí misma recordando esa fase de mi vida de forma vagamente positiva. Esperando al metro en el andén y sonriendo al recordar todas las mañanas en las que corrí para alcanzarlo y no llegar tarde a clase. Pasando por delante de mi antigua facultad (mi trabajo actual está en la calle paralela) y suspirando al ver las hordas de universitaries que pululan por el hall y las escaleras de la biblioteca, añorando una época en la que mi único trabajo era aprobar exámenes, sobrevivir a la resaca del fin de semana y no dormirme en clase.

Eso es lo que nos repiten siempre nuestros padres, ¿no? «Ojalá pudiera volver. Ojalá pudiera preocuparme sólo de estudiar y no tuviera que pagar facturas. Ojalá fuese joven de nuevo».

El problema es, como me digo cada vez que me pasa, dándome de nuevo un palmetazo mental en la mano, que todo eso es mentira. La nostalgia nos miente. La universidad fue un infierno para mí: cinco años de agotamiento físico y psicológico y frustración perpetua, de sentimiento de no encajar, de recordatorios diarios de mi mediocridad, de amistades que se rompieron, de una graduación que no significó nada y que quitó la única motivación que tenía, lanzándome de cabeza a uno de los episodios más oscuros de mi vida. Hoy en día tengo un trabajo precario y facturas que pagar, sin duda, pero también sé finalmente quién soy y qué quiero (spoiler: no tiene nada que ver con la carrera que estudié) y puedo tomar decisiones sobre mi propia vida. No volvería a la universidad bajo ninguna circunstancia.

Y los noventa no fueron esa época mágica llena de purpurina, chats IRC y música de los Backstreet Boys que recuerdo. Fue la época de la guerra del Golfo y la de los Balcanes. La época en la que se consolidó la globalización del capitalismo desregulado. La época en que el gobierno peruano torturó e hizo desaparecer a opositores políticos en el sótano del mismo Cuartel General junto al que mi abuela me llevaba a pasear los sábados.

Ningún tiempo pasado fue mejor. Somos nosotres y nuestra desgracia, buscando paraísos perdidos. Y no sólo los individuos. Colectivos y sociedades enteras también pueden resbalar en el mismo charco, y encontrarse haciendo el equivalente social de llamar a tu ex desde un pub a las tres de la mañana porque te has tomado un tequila de más y quieres que alguien te abrace. Cuando la sobriedad regresa la idea resulta no ser tan buena, y si eres una sola persona aún puedes recuperar tus pantalones y escabullirte con el rabo entre las piernas. Pero si eres una sociedad que ha intentado volver a un pasado glorioso que realmente no existió, la cosa se pone un poco más peliaguda.

El pasado es nuestra mitología particular. Es el cuento que nos contamos para entender quiénes somos. Pero como medio de juzgar el presente tiene limitaciones, y tiene peligros. Y sin embargo da igual cuán bien aprendida tengas esa lección y cuán razonable seas, la parte emocional de tu cerebro insistirá en contarte una historia distinta.

Y la muy granputa es poderosa.

¿Por qué tanta insistencia con esto? Porque la idealización del pasado, y los turbios usos que se le pueden dar, es un problema que lleva siglos persiguiéndonos. Ocurre con Estados Unidos y su nostalgia de los años cincuenta, con su estética de vinilo y rock and roll y vestidos de campana que omite deliberadamente que es la misma época en la que la población negra tenía prohibido beber el mismo agua que la blanca. Ocurre con Perú, que vende al exterior una estampa romántica y épica del imperio incaico pero al mismo tiempo ejerce un racismo violento contra las personas nativas y mestizas que viven actualmente en su territorio, burlándose de su aspecto, lenguaje y cultura. Y ocurre en España, en este mismo instante, con unos partidos de ultraderecha que blanquean y distorsionan la dictadura franquista para hacerla ver como un período de tranquilidad y estabilidad del que no deberíamos avergonzarnos. La gente que fue torturada y asesinada se lo buscó. ¿Quién la mandaba a perturbar la paz?

No es un problema nuevo. La gente mayor del país lleva repitiendo “esto con Franco no pasaba” desde 1975. Y es fácil recordar con cariño una dictadura nacionalcatólica si nadie de tu familia acabó en una fosa común con un tiro en la cabeza, desde luego, pero hay más cosas detrás: el franquismo es, para esta gente, la patria de su infancia y adolescencia. Territorio emocional. Un tiempo puro donde la radio transmitía pasodobles y madres esforzadas lavaban la ropa de la familia con jabón de barra. La realidad no fue así, pero a su parte sentimental no le importa. Igual que a la mía no le importa cuánto haya leído sobre las cosas terribles que pasaron en los noventa, porque sigue recordándome las canciones de mis ídolos infantiles, las codiciadas zapatillas de plataforma y cómo olía el champú con el que mamá me lavaba el pelo. Y aunque respeto y quiero a esa parte de mí (en este blog respetamos las emociones bien gestionadas y no las consideramos inferiores a la “razón”, lo que carallo sea que sea eso), no puedo dejar que tome según qué decisiones por mí. Mi nostalgia por la época que marcó mi infancia es natural, pero no puedo dejarme llevar por ella y acabar escribiendo apologías de una década que fue igual de mala que todas las demás. Yo me puedo permitir el lujo de suspirar por un tiempo vivido bajo un régimen que favoreció a mi familia, pero hay muchísima gente que no tuvo esa suerte.

 

Algún día hablaré con más detenimiento de la veneración ciega del pasado, del temor que sentimos a cuestionar los cimientos de nuestra cultura, y de qué implicaciones tiene. Por hoy, baste con esto. Todes amamos nuestro pasado, incluso aunque sea con el amor retorcido e inexplicable de alguien con síndrome de Estocolmo, pero que ames algo no significa que ese algo sea bueno. Es duro aprender a mirar con ojo crítico las regiones más amadas de nuestra historia; lo sentimos como renunciar a nuestro lugar seguro, a ese puerto idílico donde podemos refugiarnos cuando el presente se vuelve demasiado duro, o peor, como un cuestionamiento incómodo de nuestra propia personalidad. «Tú te criaste en esa época, te alimentaste de todos estos horrores en tus primeros años, y aun así fuiste una criatura feliz. ¿Qué dice eso de ti?». No es fácil aprender a separar el amor de la virtud, y aun menos tomar la costumbre de darte un palmetazo mental cada vez que sientas la tentación de idealizar o exculpar alguna parte de tu pasado. Es importante que lo intentemos, sin embargo, porque cuando te dejas cegar por la nostalgia y permites que la parte emotiva de tu cerebro tome el control es cuando acabas enredándote con tu ex.

Y eso es un peligro porque a veces tu ex es un nazi.

 

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