La violencia, el Estado y un montón de gente en mallas

En abril de este mismo año se estrenó Avengers: Endgame, película perteneciente al Universo Cinematográfico Marvel que no sólo concluía la tetralogía de los Vengadores, si no que además cerraba un arco argumental que había empezado once años y veintiún películas atrás. Si bien el cine del siglo XXI se ha caracterizado por las sagas largas adaptadas de otros medios, el estreno de Endgame fue uno de los eventos mediáticos más sonados de este año debido a la popularidad de la historia que culminaba con él. Hace quince años nadie habría podido predecir tamaño éxito; la impresión general era que las películas de superhéroes eran un género de baja calidad y un poco ridículo, sólo un paso por encima de las descacharrantes series para televisión de bajo presupuesto de los sesenta. Algo hecho para entretener adolescentes y poco más.

(En honor a la verdad lo eran un poco. No hay más que mirar a esas incómodas películas de mi adolescencia como Daredevil o la intensamente memeable Spiderman III)

Después, en 2008, llegó Iron Man. Y con él, una nueva manera de entender las historias de vengadores enmascarados.

¿Por qué las películas de superhéroes han pasado a convertirse en tremendo fenómeno de masas? Bueno, hacen muchísimo dinero y por ende disponen de presupuestos elefantiásicos que invertir no sólo en producción, si no también en publicidad y márketing. El hecho de que Disney comprase Marvel como parte de su estrategia para convertirse en el megamonopolio más bestia que el mundo del espectáculo haya visto jamás y que por ende pueda vender su producto con una agresividad impresionante también ayuda, sin duda.

No obstante, no todo se reduce a “el capitalismo viene a por nuestros culos”.

…bueno, sí, un poco, para qué mentir. Siempre viene a por nuestros culos. Pero este blog habla de historias y cómo nos afectan, así que voy a apartar por un momento la motivación económica y a plantear una pregunta diferente: ¿por qué los superhéroes? ¿Por qué han seguido siendo populares década tras década, y cómo es que millones de personas en tantos continentes diferentes, a lo largo de los espectros de género y edad, los han aupado al trono del entretenimiento para pánico y desmayo de la crítica culta?

El mes pasado hablamos de monstruos, y de cómo representan una metáfora de nuestras ansiedades sociales. Los héroes, por su parte, son un avatar de nuestros valores. Del Bien como concepto, de la Justicia, de lo correcto. Y eso nos encanta, porque nos sentimos identificades. Siempre es muy satisfactorio ver triunfar al bien.

Ahora bien ¿de quién son exactamente estos valores, y de dónde viene el mal al que se oponen?

Tú vive tu verdad, Peter.

 

«Noble enmascarado confunde a la policía»

El héroe es uno de los personajes más antiguos de las narrativas humanas. Es el protagonista de la epopeya de superación, aquel que enfrenta los peligros, supera las pruebas y vuelve de su viaje transformado por todas las lecciones que ha aprendido. Personajes como Ulises, de la Odisea, o los caballeros de la Mesa Redonda pertenecen a este arquetipo.

Todos estos personajes tienen en común que encarnan las virtudes más deseables del tiempo y lugar en el que fueron creados. No obstante, también han de cumplir con las normas sociales del mundo en el que viven. Proceden de épocas profundamente desiguales y gozan de privilegios emanados de la opresión de otras personas, sin duda, pero siguen teniendo que atenerse al comportamiento considerado correcto para alguien en su posición, o se arriesgan a un castigo ejemplar. Ulises, por ejemplo, puede ser infiel a su esposa Penélope varias veces (libertad de la que Penélope no dispone), pero no puede enojar a los dioses ni incumplir su culto sin consecuencias. El mundo por el que vagaban y vivían aventuras estos héroes tradicionales era muy distinto del nuestro: cada región podía tener su propio gobierno y las leyes podían variar, así que seguían atados moralmente a normas suprahumanas. La religión, por ejemplo, pero también las normas de hospitalidad y otras costumbres pensadas para dar un mínimo de seguridad en un universo tan vasto y cambiante como el mundo preindustrial.

Estos héroes, a pesar de que no le hacen ascos a disfrazarse y a usar nombres falsos cuando la situación lo amerita, suelen actuar a cara descubierta. Es su posición social, en parte, la que los convierte en héroes: un caballero andante podía hacer valer su título para justificar acciones que le habrían acarreado un castigo a un campesino, por ejemplo. Galahad o Lancelot no solían verse obligados a esconder su identidad para hacer el bien por miedo a que el rey Arturo no compartiera su idea de “bien” y los arrojara a la mazmorra.

(Lancelot sí solía esconderse para chingar con la esposa de Arturo, pero ése es un tema muy distinto)

La asimetría entre justicia individual e institucional, la situación en la que una persona decide tomarse la justicia por su propia mano pero tiene que hacerlo con disimulo porque hay un poder superior encargado de administrarla y se puede tomar a mal que se le usurpen competencias, es propia de un mundo de Estados soberanos con un gobierno central, algo posterior a la Revolución Francesa. Y no es coincidencia que sea precisamente la Revolución Francesa el patio de juegos del primer vengador enmascarado: la Pimpinela Escarlata.

Creado en 1903 por la escritora anglohúngara Emma de Orczy, la Pimpinela era el álter ego de sir Henry Blackeney, un rico noble inglés de finales del siglo XVIII. Aunque Blackeney dedica las noches a rescatar heroicamente a nobles franceses condenados a la guillotina, la apariencia superficial y descerebrada que cultiva durante el día consigue engañar incluso a su propia esposa, que no sospecha que su empolvado marido anda colgándose de los tejados pour la liberté. La Pimpinela Escarlata marcó un antes y un después en la ficción heroica por su naturaleza sistemáticamente dual, el vengador enmascarado oculto por una fachada de normalidad a veces ridícula. Multitud de héroes contemporáneos de la novela pulp y el cómic, desde el Zorro hasta Batman y Superman, heredarían no sólo esta doble identidad, si no también su situación en los márgenes de la justicia.

La Pimpinela Escarlata actúa en Francia durante el Reinado del Terror, la fase más virulenta de la Revolución Francesa, en la que varios miles de personas (desde familias nobles, consideradas traidoras, hasta cualquier persona sospechosa de “actividad contrarrevolucionaria” ) fueron ejecutadas por la guillotina por orden del gobierno revolucionario y su brazo represivo, el Comité de Salvación Pública. Este período de ejecuciones masivas fue perfectamente legal; con sus actos, la Pimpinela se opone a un gobierno legítimo e incluso a los deseos del pueblo al que gobierna –a pesar del riesgo que corrían, las clases populares francesas estaban encantadas de poder mojar pan en sangre de aristócrata–, porque legal no significa justo. La ejecución sumaria de personas simplemente por pertenecer a la nobleza es algo que ofende el sentido moral de sir Percy, un hombre para el que la vida humana es más valiosa que cualquier otra cosa. Francia “se ha vuelto loca”, el gobierno y sus agentes han perdido el rumbo moral y alguien, en este caso sir Percy, tiene que hacer algo. Por supuesto, se pasa toda la saga huyendo del embajador francés en Gran Bretaña, que ha jurado llevar a la Pimpinela a la guillotina por frustrar los designios de un gobierno soberano. Eso lo convierte en un criminal, al fin y al cabo.

¿O no?

Todes les descendientes de la Pimpinela han pasado su historia dando piruetas en torno a esta ambigüedad. Uno de los arcos argumentales más importantes de las últimas películas del Universo Cinematográfico Marvel es precisamente una guerra civil intestina en la asociación de los Vengadores debido a los llamados “Acuerdos de Sokovia”. Tras los eventos de La Era de Ultrón, en los que el equipo Vengadores se ve obligado a salvar el mundo de un robot genocida que dos miembros del mismo equipo han creado (destruyendo una ciudad entera, con muertes colaterales incluidas, en el proceso) se pone sobre la mesa la destrucción que un equipo de vigilantes con superpoderes puede desencadenar cuando no responde ante nadie. El gobierno les exige que firmen los Acuerdos para colocarlos bajo control gubernamental. La mitad del equipo, aterrada ante el daño que han hecho, firma. La otra mitad, temiendo obedecer las órdenes de gobiernos corruptos, se niega, quedando desde entonces prófuga de la justicia. Los debates entre la audiencia tratando de decidir quién tenía razón fueron apasionados.

Esa dualidad también es parte de los cimientos de nuestro mundo. Ahí está la Revolución Francesa, uno de los baños de sangre más memorables de los últimos trescientos años, pero también la cuna del estado liberal y de la democracia europea moderna. Conquistamos la libertad, pero nos costó muchas muertes horrísonas, y no hay manera de escabullirse de ese hecho. En este contexto moderno, en el que la ciudadanía ya ha medido su propio poder y no sólo exige ejercerlo si no que sabe el coste que tiene, el enemigo ya no sólo es particular, un individuo malintencionado aprovechándose de las desigualdades sociales para abusar un poquito más de lo que sería aceptable. El enemigo puede ser colectivo. Puede estar oculto entre nosotres. Incluso, como en el caso de la Pimpinela Escarlata y sus descendientes, puede ser el propio Estado.

El superhéroe moderno aparece para subsanar las carencias y fallos de un poder superior; se abre paso cuando la sociedad pierde el norte para enderezar los entuertos, incluso aunque sea por métodos “incorrectos”. La ley no se le aplica, pues la ley es injusta. Y aunque desde que nacemos se nos incrusta a machamartillo que la ley está para ser cumplida y que quien no lo haga se llevará un merecido castigo, nuestro instinto a veces nos dice que alguien debería saltársela. Cuando vemos al Estado desprotegiendo a los grupos más vulnerables, o a la Justicia balbuciendo y fracasando ante abusos terribles, sentimos ira e impotencia y deseamos con todas nuestras fuerzas que se pueda hacer justicia, aunque sea fuera de los cauces habituales.

Y aquí entra, descolgándose de la cornisa, el vengador enmascarado.

 

¿A quién le he robado esta capa?

Max Weber, a quien se considera padre de la sociología moderna, dijo en su libro «La política como vocación» que el Estado es el monopolio de la violencia y de los medios de coacción. Esta idea ha sido tremendamente influyente en la filosofía y el derecho posteriores, y ha conformado nuestra visión del mundo, el gobierno e incluso la geopolítica: uno de los requisitos que se esperan de un Estado funcional es que mantenga el control sobre el ejército y la policía, los brazos armados con los que mantiene El Orden.

(destripar ese orden requeriría quince artículos y seis botellas de albariño más y yo quiero vivir así que ten piedad)

He ahí el motivo por el cual la policía te puede golpear pero tú no puedes devolverles el golpe: el Estado es el único que puede decidir quién, cómo y cuánto puede ejercer la fuerza contra otros seres humanos. Pero, atención, este monopolio de la violencia no es exactamente arbitrario: para ejercerlo, el Estado requiere legitimidad. Necesita una razón de peso, una ceremonia, una ruptura, un traspaso de poder desde otro organismo oficial, un motivo que la ciudadanía considere lo suficientemente bueno como para cederle la soberanía. En el momento en que el pueblo deja de considerar que el Estado está legitimado para ejercer el monopolio, suele intentar recuperarlo. Esto ha pasado y sigue pasando a diario hoy en día.

Es de esta desilusión con el Estado de la que nacen los vengadores enmascarados. En el Antiguo Régimen, si tu situación era insatisfactoria era relativamente fácil tomarte la justicia por tu propia mano, porque el poder de los gobiernos era muy limitado y los órganos jurídicos no tenían suficiente alcance como para hacer cumplir la ley de manera consistente. En el mundo contemporáneo, dentro de un Estado centralizado de largo alcance, con un corpus legal bien amplio y detallado que prohíbe el uso de la violencia a cualquiera que no sea, bueno, el Estado, tienes que dejar la justicia en sus manos.

(…o en manos de tribunales que legalmente no pueden tener relación con el gobierno pero por otro lado han sido conformados y organizados siguiendo los cauces dispuestos por ese gobierno porque todo esto es complejo y yo me estoy metiendo en una camisa de demasiadas varas para lo cansada que estoy. dios mío)

Se entiende que ceder el ejercicio de la violencia al Estado es, en un principio, algo bueno. La ciudadanía está más segura si el Estado garantiza que tu vecino no pueda abrirte la cabeza sólo porque sospecha que le has robado el felpudo, por ejemplo. Pero nos volvemos a encontrar con el mismo problema al que se enfrentaba sir Percy alias Pimpinela: ¿cómo nos aseguramos nosotres, el pueblo, de que el Estado va a velar realmente por nuestros intereses? Sabemos que el gobierno y la justicia tienen límites, y que no siempre cumplen con su función. Sabemos que quienes ostentan el poder raramente lo ceden de forma voluntaria, y que lo más seguro es que legislen buscando conservarlo. También sabemos que muchas veces la diferencia entre recibir o no un castigo por tus infracciones no es la gravedad de tus actos, si no el nivel de privilegio socioeconómico que tengas (intenta meter a Jeff Bezzos en la cárcel, a ver qué pasa). ¿Debemos confiar en el Estado sólo por ser Estado? ¿Cómo nos aseguramos de que será justo? ¿Qué pasa si no lo es? El Estado controla a la ciudadanía, pero ¿quién controla al Estado? Who watches the Watchmen?

Los vengadores son una respuesta a esta angustia, una fantasía empoderadora para el pueblo. Una especie de monopolio de la violencia en el sector privado. El uso de la violencia sigue necesitando justificación, y ésta es la propia Justicia: un ideal perfecto, inmaculado, no corrompido por la política y completamente objetivo.

O al menos, así es como lo percibimos.

Todas las historias justifican a sus protagonistas por cuestionables que sean sus actos, eso lo hemos visto varias veces. La justificación del vengador enmascarado sigue siendo la misma que la del Estado: hay ocasiones en que la violencia es necesaria y nos ayuda a alcanzar un bien mayor. Los superhéroes golpean, coaccionan, allanan, roban e incluso matan durante sus misiones, pero siempre percibimos que esos actos como últimamente correctos. A veces, porque las personas a las que hieren están demasiado deshumanizadas como para empatizar con ellas: desde las hordas de esbirros más bien inútiles que todo villano que se precie tiene en su guarida hasta las preocupantes caricaturas raciales de los terroristas internacionales de muchas películas y videojuegos de guerra. Otras veces se nos presenta como el menor de dos males: sí, amenazar y golpear a otros seres humanos está mal, ¡pero es que estos seres humanos en concreto están colaborando con la fabricación de una bomba atómica/planeando asesinar al presidente/obedeciendo a un genocida! ¿Qué se supone que debemos hacer, quedarnos de brazos cruzados?

¿Qué es más feo, guillotinar sin compasión a un buen puñado de nobles –que son, al final, personas como tú y yo–, o dejar que dichos nobles sigan comiendo faisán y vistiéndose de seda mientras el pueblo pasa hambre?

«Bueno, pues ya tenemos democracia, chiquis». «¡Yujú!»

 

Preguntas, preguntas, preguntas

Los héroes son héroes porque sus acciones reciben justificación; porque nosotres creemos en su misión y comprendemos que, por brutales que sean sus acciones, no hacer nada es una opción peor. En ese sentido, el éxito actual que tienen los antihéroes en los medios no es tan rompedor como pareciera. Es un cambio más estético que ético: cambia el tono, pero no las acciones. Ahora se nos plantean las implicaciones morales y sociales de tomarte la justicia por tu propia mano, e incluso se nos permite ver la humanidad de las personas a las que herimos en pos del bien mayor… pero las seguimos hiriendo. Porque seguimos creyendo que no hacerlo sería peor. Porque a veces la ley no sirve a la Justicia, y alguien tiene que hacerlo. De esa convicción de que el Estado no va a responder y de que más vale que el pueblo se organice para proteger sus intereses nacen iniciativas de protección popular como la Gulabi Gang. Por desgracia, también pueden hacer que gente adulta acabe apedreando puertas de refugios de menores inmigrantes.

Lo sé, lo sé, a mí también me parece obsceno poner esas dos cosas en el mismo párrafo, como si fueran lo mismo. No lo son ni de lejos, y jamás lo serán. Pero nacen del mismo impulso: de la percepción de carencias en el Estado y del deseo de hacer algo para solucionarlas. Todo el mundo es el héroe de su propia historia, pero las cosas que podemos hacer con ese heroísmo tienen mundos entre sí. Y se plantea la pregunta de a quién, sabiendo esto, le permitimos tomarse la justicia por su mano. O incluso de quién tiene los medios para hacerlo sin consecuencias y quién no. Quién será un vengador enmascarado y quién un terrorista.

De hecho, habiendo llegado a este punto aparecen decenas de preguntas. ¿Es mejor que siga siendo el Estado el único que ejerza la violencia? ¿Es legítimo que lo haga? ¿Por qué tiene que haber un actor social facultado para ejercer la violencia, en primer lugar? Es más, ¿por qué nuestra visión de la justicia pasa por la violencia y el castigo, en lugar de por la reparación? ¿Será que el sistema de venganza personal de la era feudal no está tan lejos? ¿Por qué seguimos enorgulleciéndonos tanto de la sangrienta Revolución Francesa y luego invocando los valores que llevaron a ella para deslegitimar las rebeliones actuales? ¿Sobreviviríamos si el Estado fallara y no pudiera ofrecer ninguna garantía? Pero, demonios, ¿al final el Estado no son un puñado de personas con las mismas debilidades que tú y que yo, pero con un permiso para ejercer la violencia que encima se supone que nosotres les hemos dado?

No tengo respuestas claras para todos estos interrogantes, por desgracia. Sólo soy una treintañera en pijama vagamente borracha. Pero creo que vale la pena planteárnoslos.

 

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3 comentarios sobre “La violencia, el Estado y un montón de gente en mallas

  1. He leído este artículo dos veces pensando y me temo que no tengo mucho que decir. Y es irónico, pues este fue el tema que más me llamaba la atención de los que propusiste. Lo has explicado todo muy bien, como siempre, y las reflexiones son muy interesantes. Supongo que en el fondo todos tenemos nuestro lado maquiavélico y en algunas situaciones sí creemos que el fin justifica los medios, sobre todo cuando tenemos esa percepción de que no hay otra manera más «limpia» de conseguir algo. Por ejemplo, hoy en día leo a mucha gente diciendo en Twitter cosas como «La violencia no es la solución, excepto para abolir la esclavitud» o que «Ningún cambio social importante se ha conseguido pidiéndolo por favor». Consideramos que es necesario protestar de forma violenta contra las injusticias del poder porque es la única manera de que nos escuchen, pues en el pasado hemos visto ejemplos que lo demuestran, como bien dices tú de la Revolución Francesa. Seguramente también existan ejemplos de lo contrario, pero o bien se habla menos de ellos o bien son tan pocos que los consideramos más bien excepciones afortunadas.
    Respecto a por qué escogemos la violencia antes que la reparación, temo que nunca podremos responder una verdad absoluta, pero mi teoría es que está relacionado con el egoísmo inherente al ser humano. Yo soy partidaria de que todos somos egoístas por naturaleza porque es una cuestión de supervivencia, así que siempre vamos a mirar por nuestros propios intereses y nadie va a intentar arreglar algo de forma altruista. Los que tienen el poder no lo van a ceder porque les interesa conservarlo, tú lo has dicho, así que no van a sentarse a negociar con aquellos que creen que se lo quieren quitar. Por lo tanto, no queda más solución que quitarlos de en medio u obligarlos por la fuerza. Triste pero cierto.
    ¡Nos leemos!

    1. Me alegro de que el artículo sobre el tema que elegiste te satisficiera. La verdad es que el tema de la violencia y el poder es muy complejo y han corrido ríos de tinta sobre él (más de los que me esperaba antes de ponerme a escribir XDDDD). A mí, te voy a decir la verdad, me dejó con más dudas que certezas. Quizá sea uno de esos temas que nunca resolvamos del todo, es tan ambiguo…

      Respecto a lo del egoísmo humano, veo que es una opinión bastante extendida, aunque yo no la comparto del todo. Creo que la teoría del egoísmo por supervivencia sólo se sostiene si somos cazadores solitarios, pero el caso es que somos gregarios y necesitamos a los demás. Sí somos egoístas, pero también colaborativos. Las complejidades, me cago en todo XDDDDD

      Me hace muy, muy feliz verte siempre por aquí, a pesar de lo que tardo en contestar. Espero que nos sigamos leyendo durante mucho tiempo.

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