Nuestra Guerra del Pacífico: la reescritura de los recuerdos

Advertencia: en este artículo voy a hablar de abuso sexual infantil y de las técnicas de manipulación que suelen venir con ella, así como de algunas de las secuelas que puede dejar en la víctima. Si este tema es traumático para ti, por favor procede con cuidado.

Quiero dar las gracias a @DetectiveAzul, @El6sinsentido y @NPJ_BakerSt85, de Twitter, por haberme orientado acerca de las funciones del cerebro y la posible alteración de la memoria.

 

Éste va a ser un texto muy personal; pido perdón de antemano. Probablemente no esté tan bien estructurado como me gustaría, aunque intentaré ofrecer fuentes en la medida en que sea posible. Es una reflexión, más que un ensayo. Pero necesito hacerla. Y creo que hay gente que necesita leerla.

En realidad, pensé en escribir sobre esto mucho tiempo antes: el verano pasado, durante mis primeros días en mi casa nueva. Pero justo por esa época ya estaba preparando el artículo sobre la cultura de la violación que vio la luz en julio, y el acto de investigarlo, escribirlo y exponerlo me afectó tantísimo que no me sentí capaz de enfrentarme a otro tema igual de duro de inmediato. Y no creo que hubiera sido bueno para mis lectores tampoco. Lo he ido posponiendo desde entonces. Pero ha pasado el tiempo, y hoy me he sentado al teclado queriendo escribir sobre la nostalgia tóxica y el revival de los años ochenta que estamos viviendo en los medios, y sin darme cuenta he empezado a escribir sobre esto. Creo que es una señal de que ya ha llegado el momento de tratar este tema: la reescritura de los recuerdos.

 

La memoria no es sólo un mecanismo cerebral; es también la construcción de una historia.  Todo aquello que recordamos, las experiencias vividas, las habilidades aprendidas, las emociones sentidas, los traumas sufridos tienen un marco espaciotemporal, responden a un momento determinado de nuestro desarrollo, y pueden ordenarse para crear un eje cronológico de nuestra vida a partir del cual podemos comprender a la persona que somos e incluso formular, con mayor o menor acierto, hipótesis para nuestro futuro. La similitud con el estudio de la Historia no deja de hacerme gracia (parece que nunca me libraré de mi antigua carrera), pero creo que tiene mucho sentido, pues no sólo las personas tienen memoria. La historia de países, pueblos y etnias es su memoria colectiva, y afecta a sus dinámicas, su modo de vida, su escala de valores. Todo ser humano carga varios archivos de memoria a la vez: la suya, la de su familia, la de su pueblo (o pueblos)… Todos ellos influyen en la persona que es, y en cómo se relaciona con su entorno.

La memoria es, además, un ente vivo, pues la manera en que recordamos las cosas va cambiando conforme pasa el tiempo. Por lo poco que he podido leer, la comunidad científica no se pone de acuerdo sobre si los recuerdos se pueden modificar o reescribir [X] [X], pero sí he entendido que las sensaciones y emociones que asociamos a los recuerdos pueden cambiar. Y más importante aún, aunque el núcleo de un recuerdo a largo plazo permanezca inalterado, podemos ir bloqueando los caminos que acceden a él, haciendo más difícil recuperarlo. O incluso podemos “reelaborarlo”, usando emociones o convicciones diferentes para modificar cómo lo lee nuestro cerebro. No es que hayamos fabricado un recuerdo nuevo para sustituir al original. Sabemos que los hechos ocurrieron como ocurrieron: que dar a luz duele, que perdimos una amistad, que el profesor nos gritó en clase. Pero ¿fue aquello bueno o malo? ¿Nos dolió tanto como creíamos? ¿Está justificado que rememoremos ese momento con miedo o tristeza, o deberíamos más bien dar gracias por haberlo vivido? Cuando digo que la memoria se reescribe, no me refiero al registro que los hechos han dejado en nuestro cerebro, si no a nuestra percepción de éstos. Somos nosotres quienes hemos cambiado. A veces hemos crecido. Otras, hemos aprendido.

Otras, hemos sufrido un trauma y estamos tratando de encubrirlo porque no soportamos tener que vivir con él.

Esto es especialmente claro en el caso de pueblos o países. Todos los estados tienen episodios vergonzosos en su pasado que convendría blanquear. Ahí está Estados Unidos recordándonos su heroica contribución en la Segunda Guerra Mundial, “olvidándose” de que en las vanguardias que liberaron los campos de concentración había chicos negros que tendrían que regresar a un país segregado, y americano-japoneses cuyas familias estaban siendo internadas en otros campos de concentración en suelo estadounidense bajo sospecha de “colaboración con el Eje”; o a la propia España, que después de la glorificación imperial del franquismo sigue haciendo películas centradas en su período de expansión colonial, como Alatriste y Los últimos de Filipinas, esta vez mostrando la miseria de aquellos tiempos pero aún esperando que sintamos empatía por la metrópolis imperialista y su gloria perdida.

Es fácil entender estas reescrituras porque ningún país quiere ser El Malo (incluso cuando todas las evidencias apuntan a que ha sido, en efecto, El Malo). Pero los pueblos también reescriben y se esconden de sus fracasos y traumas colectivos. Una de las gestas bélicas más idealizadas de la historia republicana del Perú, quizá sólo por detrás de la guerra de independencia que acabó con el dominio español, fue la Guerra del Pacífico. Yo, como tantes niñes de mi generación, crecí leyendo cómics y cuentos que narraban de forma romántica aquel conflicto en el que Perú se alzó para ofrecer un brazo hermano a Bolivia contra Chile, y de repente se encontró luchando solo, por tierra y mar, superado en número y potencia armamentística y tratando de dejar bien alto el pendón nacional; las grandes batallas navales, como Iquique y Angamos, y los valientes héroes que defendieron al país (Miguel Grau, Alfonso Ugarte, Augusto Bolognesi, Leoncio Prado) son de uso tan común como “calle” o “barrio”: dan nombre a avenidas, hospitales y colegios, y aparecen una y otra vez en los libros de texto. Los restos de los militares más laureados de aquella guerra yacen en el cementerio limeño Presbítero Mateo Maestro, en la lujosa Cripta de los Héroes.

Perú perdió la Guerra del Pacífico.

Y la perdió feo, además.

Una guerra es un asunto complejo y lleno de matices y este no es el lugar ni el momento para analizarla, así que resumamos los puntos destacados: el ejército chileno entró a sangre y fuego en Lima, Chile se quedó la provincia de Arica y ocupó la de Tacna durante diez años, y se llevó capturado el Huáscar, buque insignia de la marina peruana, que a día de hoy aún está expuesto en el puerto chileno de Talcahuano. Perú se sumió en la guerra civil poco después de acabado el conflicto. La Guerra del Pacífico fue una paliza nacional, y sin embargo Perú se las ha arreglado para construir una reluciente narrativa de heroísmo y nobleza en torno a ella. Cuando hablamos de ella, no mencionamos a los prisioneros rematados, las enfermedades, los saqueos, y desde luego ni una palabra sobre las revueltas de las poblaciones indígena, negra y china contra la jerarquía blanca que las mantenía en estado de semiesclavitud, aprovechando el caos de un conflicto que no tenía ninguna relevancia para ellas. Cuando se menciona la Guerra del Pacífico vemos indefectiblemente a nuestros gloriosos almirantes, con sus patillas descomunales y sus casacas azules con charreteras doradas, dando la vida por la patria. Tanto así, que en 2012 la marca de pinturas CPP lanzó un spot publicitario dirigido a la hinchada de la selección peruana de fútbol, ensalzando su lealtad a pesar del pésimo desempeño del equipo, en la que se usaba la frase «somos Miguel Grau entregando de pie su derrota».

A Miguel Grau lo alcanzó un cañonazo y sólo quedó de él una pierna, de rodilla para abajo.

Mucho se podría hablar y analizar de un país que tiene una historia tan corta y tantísimos problemas que ha convertido la humillación en poesía –y espero que alguien lo haga– pero si aquel anuncio me impactó fue por la manera cristalina en la que ejemplificaba lo que estoy diciendo: a veces no tienes por dónde agarrar un trauma. Es un puto trauma. Vas a tener que vivir con él lo que te reste de vida. Puedes, como reza el himno de Perú, “arrastrar la ominosa cadena”… o puedes inventarte una historia mejor. Con más o menos éxito.

En las tragedias colectivas siempre hay voces disidentes que nos permiten ser crítiques con la narrativa mayoritaria. Pero en el caso de traumas personales es mucho más difícil. Estamos hablando de nuestra propia vida, ¿quién va a corregirnos? Podemos tomar los elementos del recuerdo, los hechos y las palabras que sí recordamos, y reescribir la historia. Hacemos hermoso lo horripilante, y placentero lo doloroso. Convertimos las partes positivas en puntos clave de la narrativa, y reducimos aquello que nos hirió para siempre a una molestia necesaria, un obstáculo inevitable, una lección dura pero importante que teníamos que aprender. Nos autoconvencemos de que tuvimos libre albedrío, que escogimos voluntariamente las cosas terribles que nos pasaron. Nos repetimos que nos gustó, que fue por nuestro bien. Nos contamos otra historia, una historia mejor, una historia bonita con final feliz donde nosotres somos protagonistas y héroes y nadie quiso nunca hacernos daño, y nos la creemos. Porque tenemos que hacerlo. Porque la otra opción es tener que enfrentarnos al horror y encontrarnos hiperventilando en el suelo del baño, viendo cómo las paredes se ciernen sobre nuestra cabeza, convencides de que nuestra vida está a punto de acabarse. ¿Quién no elegiría el cuento feliz en lugar de eso, por muy mentira que sea?

Lo cual me lleva a la película que empezó todo esto, titulada, muy apropiadamente, “The Tale” (“El cuento”).

 

The Tale es una película autobiográfica escrita y dirigida por la documentalista Jennifer Fox. En ella una Fox adulta, interpretada por Laura Dern, recibe una llamada alarmada de su madre: limpiando el ático ha descubierto una redacción escrita por ella a los trece años para su clase de inglés, en la que narra que ha conocido a dos personas maravillosas que no sólo le han revelado que mantienen una relación romántica secreta, si no que le han permitido “ser parte de ese amor”. La madre se enfrenta a la hija, angustiada, pero Fox desestima sus preocupaciones. Más tarde, cuando su pareja le pregunta por qué ha discutido con su madre, la protagonista responde “ah, leyó la historia que escribí cuando era niña sobre mi primer novio. No le dije nada porque era mayor que yo”. Poco a poco vamos descubriendo que Fox tenía trece años en el momento de esta “relación”, mientras que el hombre con el que estuvo, su entrenador de atletismo, ya rozaba la cuarentena.

A través de flashbacks, Fox va dándose cuenta de que las cosas no ocurrieron como ella las recuerda: su acercamiento a este hombre fue azuzado por la pareja de éste, instructora de equitación de Fox, como una especie de juego sexual; y todo aquello que ella percibía como romántico y especial en la relación fue un acto premeditado de grooming (cuidado con el link, tiene imágenes explícitas). Hacia el final de la película incluso vemos a la Fox niña teniendo reacciones físicas de pánico, vomitando ante la idea de volver a encontrarse con el entrenador. El momento que se me ha quedado grabado en la memoria es cuando la Fox adulta le pide a su madre que le enseñe los álbumes de fotos de esa época. «Ah, mira, aquí estoy» dice ella, señalando la foto de una adolescente desgarbada. «No» corrige su madre, «ahí tenías quince». Le indica otra foto, esta vez de una niña, aún rolliza y con mejillas infantiles. «Aquí. Aquí tenías trece».

Jennifer Fox recordaba que su primer novio había sido mayor que ella. En realidad la habían violado.

 

Quiero aclarar desde ya que nadie abusó de mí cuando era niña ni adolescente. Supongo que puedo considerar que poseo la dudosa fortuna de sólo haber sido violada una vez y siendo adulta, aunque por poco. Qué suerte. No obstante, hubo varios hombres que lo intentaron con ahínco, y si no lo consiguieron fue por motivos meramente circunstanciales: vivían lejos, me asusté en el último momento. The Tale me aterró tanto porque vi lo cerca que estuve de haber tenido que cargar ese trauma. Lo fácil que es engañar a una criatura tan joven. Cómo tu propio cerebro, tus percepciones infantiles se tuercen para componer una historia halagüeña y romántica donde hay un comportamiento criminal. Y cómo las personas que hacen estas cosas se aprovechan de ello para sus propios fines.

Aquellos hombres (profesores, “amigos” online) me hicieron bailar como a una marioneta. Empezaban comentando con admiración mis primeros intentos en la poesía y el ensayo, halagando mi inteligencia y mi madurez (a día de hoy detesto con la furia de mil soles la frase “madura para su edad”, como si que una adolescente mostrara inteligencia o personalidad fuese sorprendente). Luego empezaban a colarse alabanzas a mi supuesta belleza, referencias elegantes a mis atributos físicos, conversaciones subidas de tono que un adulto NO debería tener con una menor. Antes de que me diera cuenta me estaban manipulando, poniéndome a la defensiva para que les demostrara que de verdad era madura, que estaba a la altura de cualquier mujer adulta.

En esa época hice muchas cosas que realmente no quería hacer. No voy a abundar en ellas; lo que quiero dejar claro es que en ese momento, y durante años después, estuve convencida de que tenía la sartén por el mango, y de que estaba estableciendo relaciones entre iguales. Estaba haciendo algo prohibido, estaba (eso creía) ejerciendo mi libertad por primera vez. ¿No era así el poder para las mujeres? ¿No consistía acaso en atraer a los hombres y conseguir que te desearan? ¿No estaba rebelándome contra la educación represiva que había recibido, reclamando mis deseos y mi cuerpo? ¿No tenía derecho a ello, acaso? ¿No existía, justo debajo de la narrativa de histeria virginal que mis padres me habían inculcado, otra historia acerca de muchachas precoces que hacían lo que querían con los hombres, mágicamente protegidas del abuso por la poderosa magia de su “madurez”?

Yo ya tenía todas las piezas necesarias para caer en sus redes; mi efervescencia adolescente –perfectamente natural– colisionó con la cultura de la violación y la ignorancia de familia y profesorado, creando un cóctel letal. Aquellos hombres se aprovecharon de ello, y me convencieron de que era afortunada.

No fui la única. Muchas de mis amigas se vieron en situaciones parecidas. Mi amiga K. llegó a involucrarse físicamente en varias relaciones con hombres mayores. Yo la admiraba; ¡qué valiente era! ¡Qué sexy! ¿Tendría yo algún día su aplomo y su atractivo? Hoy en día K. le ha puesto nombre a lo que le ocurrió, y aún está batallando con las secuelas psicológicas. Y aun hace tan sólo dos o tres años, cuando comentaba con indignación esta problemática con mi amiga W., ella contestó «no es para tanto. Yo también estuve con un hombre mayor de adolescente y él siempre hizo lo que yo quería. Él creía que dominaba, pero realmente lo dominaba yo». Me callé, porque hay según qué cosas que no nos corresponde decir. Y aun después me he cruzado con supervivientes de abuso sexual infantil que consumían compulsivamente arte y ficción pornográficas con menores, reviviendo una y otra vez su trauma, porque una versión romántica de la violencia que sufrieron les ofrecía la fantasía de que el horror que habían vivido no había sido tan monstruoso. Entonces no me callé, por el riesgo que supone circular ese tipo de material, incluso cuando no incluye a menores reales; las denuncias se interpusieron y las páginas se cerraron, pero el trauma, y sus métodos venenosos para no tener que enfrentarse a sí mismo, permanecieron. Contra eso yo no podía hacer nada, y todavía me duele.

 

Todo el mundo es protagonista de su propia historia. Ninguna princesa quiere mirarse en el espejo y descubrir que sigue siendo la Cenicienta. Queremos ser Alfonso Ugarte, glorioso héroe que prefirió arrojarse del morro de Arica con la bandera peruana antes que entregarla a los chilenos, y no un pobre desgraciado rodeado por el enemigo que se tiró de cabeza al mar porque la alternativa era que lo fusilaran.

Pero ocurre. Y hay gente que saca partido de ese mecanismo. Y deberíamos hablar de ello.

 

No tengo respuestas ni conclusiones para este tema. No he estudiado psicología ni neurociencia, ni he dedicado años a reflexionar sobre ello; sólo soy una millenial con blog que en algún momento se encontró, como tantas otras, en el lado peligroso de Messenger. Sólo quiero iniciar una conversación sobre este mecanismo de defensa y de cómo nos hace vulnerables. Porque escribo sobre narrativa e historias, y las historias no sólo vienen del cine y de la música pop, si no también de los rincones oscuros de nuestra memoria. Porque las narrativas que construimos sobre nosotres condicionan nuestra vida. Pero, por encima de todo, porque NO FUE NUESTRA CULPA. Necesitaba desmenuzar este mecanismo, entenderlo mejor, relacionarlo con otros ejemplos, porque llevo años callándome. Mordiéndome la lengua cada vez que las venerables calvas de las columnas semanales se rasgan las vestiduras y se lamentan sobre la promiscuidad adolescente, sobre conductas de riesgo y música explícita, como si les adolescentes fueran animales sin amaestrar, y luego, en el mismo golpe de voz, ensalzan clásicos de la literatura que normalizan la pedofilia y exculpan a directores de cine que le han puesto la mano encima a menores porque “nunca se puede saber”. Desde sus púlpitos lanzan historias sobre la estupidez juvenil y la importancia de separar obra de autor, usando su poder para cimentarlas en el imaginario colectivo. Nunca nos creen, salvo cuando repetimos la versión que nuestros abusadores nos metieron en la cabeza, aquella que insiste en que ya estábamos maduras para lo que ellos pretendían, que todo fue consentido, incluso aunque aún tuviéramos que pedir permiso para ir al baño. Nos ponen el arma en la mano, recitan poemas glamurosos sobre el acto de apuntarte con ella, y se sientan a esperar a que nuestro abusador nos diga «hazlo. Tus padres se volverán locos. Hazlo». Y cuando suena el disparo, les falta tiempo para llamarnos imbéciles.

Ya basta.

La mente adolescente es un un infinito de posibilidades, todas nuevas, algunas emocionantes, otras terroríficas y otras ambas a la vez. Es, literalmente, una historia a punto de comenzar. Qué vértigo, descubrir que estás a punto de empezar a escribir tu propia vida. ¿Qué clase de personaje voy a ser? ¿Cuál es mi misión? ¿Quién o qué es mi némesis? ¿Qué deseo? ¿Qué quiero? ¿Qué necesito? Y, por los clavos de Cristo, ¿qué hago con este cuerpo, con este corazón, con estos sueños?

Estas preguntas no deberían atraer a los buitres. Nadie debería crecer rodeado de monstruos, incapaz de desarrollarse en libertad. Nadie debería pasar sus años formativos repitiéndose que los abusos que sufrió fueron algo bueno, sólo porque personas más poderosas le contaron ese cuento.

Ya va siendo hora de que empecemos a contar otras historias. Historias compasivas que acepten los deseos y la sexualidad adolescentes como normales, en lugar de como ticket sin escalas al Apocalipsis. Historias incómodas pero necesarias que señalen al tiburón que ronda olisqueando la sangre, incluso aunque dicho tiburón sea alguien a quien admirábamos. O a quien amábamos. Historias donde les adolescentes puedan reconocerse, donde aprendan que tienen una voz que merece ser escuchada, que tienen derecho a cambiar de opinión, que la manipulación se puede identificar, que las viejas narrativas pueden cuestionarse sin importar lo “clásicas” que sean, que se merecen una protección sin condiciones y sin condescendencia.

Que les explique que no fue su culpa.

Elles aún están creciendo. Cambiar las historias que les van a acompañar es nuestra responsabilidad. Y escuchar sus voces, también.

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