La sátira, ese jabón resbaladizo

La primera vez que vi Starship Troopers fue en torno a 2007. Y la odié.

Había accedido a verla debido al entusiasmo que le profesaba mi pareja, pero resultó ser una de esas veces en las que, al llegar a los créditos, miras fijamente a tu Persona Especial y le preguntas sin palabras por qué oh por qué te ha hecho algo así. Los efectos especiales eran realmente buenos para una película de ciencia ficción rodada en 1997, eso tuve que concedérselo. Pero la historia, ambientada en un futuro donde todo el planeta Tierra está unificado bajo un gobierno dictatorial en guerra contra una civilización alienígena (a la que los humanos han invadido en primer lugar), donde la ciudadanía sólo se concede a quienes han servido en el ejército y al alumnado de secundaria se le inculca que la violencia es la solución más eficaz a cualquier conflicto, me pareció asquerosa. Que les protagonistas con quienes se nos había hecho empatizar finalmente se alzaran triunfantes sobre “los bichos” y el gobierno fascista viera confirmados sus valores sólo me confundió todavía más. ¿Quién había pensado que rodar esta película era buena idea?

Mi pareja insistió en que yo no lo había entendido. Es una sátira, dijo.

Me metí a curiosear por internet y descubrí que Starship Troopers estaba basada en una novela de ciencia ficción de Robert A. Heinlein, publicada en 1959, y que ya entonces dicha obra había sido criticada por su apología del militarismo y el fascismo.

Es una sátira, insistió mi pareja.

Qué sátira ni qué sátira, si el autor del libro era un nazi, dije yo.

Era una sátira. 

Me di cuenta hace menos de un mes. Y me gustaría analizar por qué.

 

Ah, la sátira. Esa gran desconocida. Su nombre aparece por todas partes: en los escenarios de las noches de comedia, en los platós de televisión, en las salas de cine y en las de entrevistas. Cineastas, comediantes, crítica y público invocan su nombre. La sátira está por doquier, y sin embargo allá donde va parece acompañarla la confusión y la incomprensión, cuando no directamente la polémica. Cada dos por tres (cada vez que se estrena una película moderadamente vulgar o que un chiste de mal gusto aparece en horario familiar) estallan agrias discusiones acerca de Por Qué La Gente No Entiende La Sátira, o de si algo es sátira para empezar.

Así que veamos: ¿qué es esa dichosa sátira? ¿Es la esposa del sátiro?

(eso, amiwi, no es sátira, sólo es un chiste malo. quédate con esa distinción porque nos va a servir más tarde)

La sátira es un género artístico que se vale de diversas herramientas, como la parodia o el sarcasmo, para denunciar problemas sociales o a individuos concretos. Suele ser humorística, y a veces trata de temas tabú para la sociedad que la produce, pero ninguno de esos dos elementos es indispensable para su existencia. En occidente se lleva usando para criticar a la sociedad (o insultar oponentes) desde la antigua Grecia. Mediante sus exageraciones y ridiculizaciones, la sátira pretende atraer nuestra atención sobre un tema, y al mismo tiempo emitir un juicio sobre él: “¿ves esto? Pues está muy mal”. Su función principal, aunque no la única, es la crítica sociopolítica.

Así que, por encima de todo, la sátira es un género moral.

¿¿¿MORALIDAD???

¿¿¿EN LA SÁTIRA???

Sí señora.

Al pensar un poco en ello tiene perfecta lógica. Si quieres criticar algo, primero tienes que saber que ese algo está mal, o que tiene partes malas. Para eso es imprescindible tener muy claros tus conceptos de “bien” y “mal”. Y eso, criaturas, es la moral. La sátira ha sido desde sus inicios un género moralizante, que usaba el humor, el entretenimiento y el escándalo para instruir al pueblo llano en las normas sociales, ridiculizando a quienes no las cumplían. O para expresar una opinión política de tal modo que fuera fácil negarla si las cosas se ponían difíciles. La sátira, debido a sus reveses, dobles sentidos y exageraciones, es fácilmente camuflable como “simple humor” o “un malentendido”… pero también proclive a ser tomada al pie de la letra. Hay ejemplos de esto por todas partes: comediantes que defienden una actuación hiriente escudándose en que el público no ha entendido su sátira, o películas satíricas cuyo sarcasmo se pierde para ser recibidas por el público como historias totalmente serias, como me pasó a mí con Starship Troopers. La explicación más común para estas cosas es que la sátira estaba a simple vista y la audiencia era demasiado estúpida para entenderla.

(como sociedad tenemos una tendencia muy fea a pensar que la gente que no nos entiende es tonta, y deberíamos mirárnoslo)

No obstante, ya hemos visto que la sátira es como un jabón mojado: su utilidad es innegable, pero en cuanto intentamos hacernos con ella se nos resbala de las manos y sale disparada a hacer realidad sus sueños en el ancho mundo (probablemente para que a continuación tu pesado tío Manolo haga un chiste horrible sobre violaciones en la cárcel y luego intente hacerlo pasar por sátira). Yo no entendí Starship Troopers la primera vez, pero no soy una persona tonta. Lenta, sí, lo admito (si le preguntas a mi hermana Nella estará encantada de pasarse la tarde contándote anécdotas sobre cómo el mundo se mueve más rápido que mi cerebro), pero no tonta. La inteligencia es una construcción social con muchos factores en juego, al fin y al cabo, y raramente alguien es tonto del todo, eso es algo que he aprendido con los años.

Así que, ¿por qué la sátira se nos escurre tanto?

 

Volvamos un momento a Starship Troopers. Al autor de la novela original, Robert A. Heinlein, se lo ha considerado durante décadas uno de los pesos pesados de la ciencia ficción. Ex miembro de la marina estadounidense y ferviente anticomunista, Heinlein escribió Starship Troopers como protesta contra las campañas antinucleares de la época, algo que percibía como una muestra de debilidad frente a la Unión Soviética. En la novela parecen colarse algunas ideas del propio Heinlein sobre la época en que vivía: que la delincuencia juvenil estaba fuera de control, por ejemplo, y que un bienestar excesivo había vuelto a la gente blanda y cobarde, conduciendo al declive de la sociedad occidental. En su novela estas lacras se atacan con mano dura: militarización de la sociedad, pena de muerte y aplicación liberal de los castigos físicos (lo que los personajes llaman “castigo administrativo”).

Starship Troopers ganó el premio Hugo en 1960.

Heinlein murió en 1988, y en los noventa Touchstone Pictures compró los derechos de su novela para producir una película dirigida por Paul Verhoeven. Éste, según sus propias palabras, trató de leer el libro y no pudo terminarlo, al encontrarlo “malo, aburrido y derechista”. Su decisión creativa fue convertirlo en una sátira. La película Starship Troopers, estrenada en 1997, es una parodia abierta del libro de Heinlein: Paul Verhoeven, inmigrante neerlandés, introdujo en ella tanto su shock cultural con Estados Unidos como sus recuerdos de la ocupación nazi de los Países Bajos. Los miembros del cuerpo de inteligencia llevan uniformes copiados casi directamente de los de las SS, y la propaganda del estado copia la cinematografía de la simpatizante nazi Leni Riefenstahl. Cada tanto la acción es interrumpida por boletines informativos de la “Cadena Federal”, que aleccionan a la población sobre la bestialidad de sus enemigos y la importancia de jugarse la vida en el campo de batalla para obtener derechos civiles y defender la civilización. El tono de estos noticieros es tan exagerado, tan payasesco (la muerte de una vaca se censura justo antes de mostrar un mar de cadáveres humanos, y se anima a les niñes a jugar con armas y a matar animales pequeños para “hacer su parte en el conflicto”) que viéndola hoy me cuesta creer que me la tomara en serio.

No obstante, dejando mi lentitud aparte (ejem), tengo una disculpa para mi yo de 2007: mi trasfondo cultural era muy diferente al de mi pareja.

 

Mi pareja creció en la España democrática, escuchando historias sobre el NoDo, la dictadura franquista y sus cuerpos parapoliciales; fue criado por personas de dos generaciones consecutivas que habían vivido tanto el régimen del general Franco como el viraje cultural de la Transición. Sabía perfectamente qué aspecto tenía la propaganda totalitaria que Starship Troopers estaba parodiando, y lo ridícula que resulta si no se la contempla con el más exquisito de los respetos.

Yo nací y crecí en el Perú en los noventa, durante un sangriento período al que hoy en día se llama “Conflicto armado interno”, aunque entonces la gente mayor decía simplemente, entre susurros, “el terrorismo”. Los años ochenta y noventa fueron escenario de una auténtica guerra civil entre las fuerzas armadas y dos grupos terroristas de corte marxista/maoísta, Sendero Luminoso y el MRTA (este último de forma más marginal). Miles de personas murieron: los atentados con bomba, las masacres contra campesinado, estudiantes y minorías étnicas y sexuales, las ejecuciones sumarias y las desapariciones eran comunes en aquellos años. Quien podía permitírselo se hacía con una pistola, un coche blindado o un guardaespaldas; quien no (la inmensa mayoría), rezaba. En 1990, año en que yo nací, Alberto Fujimori fue elegido presidente. Su política contraterrorista, empezando por la disolución del congreso y la suspensión de las garantías constitucionales, fue altamente efectiva, y mucha gente consideró a Fujimori un salvador largamente esperado: la familia en que me crié, capitalina, blanca y de clase media-alta, solía nombrar al presidente con veneración y agradecimiento.

Pasarían muchos años y una migración a Europa antes de que yo descubriera la corrupción, el culto a la personalidad, el control de los medios de comunicación, las esterilizaciones forzadas, las desapariciones y las matanzas perpetradas por grupos paramilitares ocurridas bajo ese gobierno. Alberto Fujimori fue condenado a prisión por violación de los derechos humanos en 2009, exonerado la navidad de 2017 y vuelto a condenar a comienzos de este mismo mes, todo ante el telón de fondo de un país violentamente dividido entre las víctimas que exigían justicia y quienes aún lo recordaban como el hombre que los salvó del terrorismo.

Es decir, yo me crié en un estado que producía y emitía una propaganda similar a la que Starship Troopers ridiculiza, y en una familia favorable a dicho régimen. Para mí, aquello era la normalidad: el presidente era un benefactor que debía ser amado y respetado, y era perfectamente aceptable que los informativos televisados nos transmitieran opiniones sesgadas acerca del gobierno, el ejército y los terroristas. Qué demonios, un domingo mi abuela me llevó a ver una exposición de caballos de paso y Fujimori, que casualmente estaba de visita, me tomó en brazos para que la prensa nos fotografiara.

(no estoy orgullosa de ello)

En Europa, desde la debacle del Holocausto y la Segunda Guerra Mundial (en el caso de España sólo desde la Transición, muchas gracias España, gracias por venir) estas cosas son contempladas como ridículas y deleznables, e identificadas inmediatamente como indicadores peligrosos de culto carismático y gobiernos totalitarios. La historia de sus ex colonias es diferente. El patriotismo juega un papel mucho más fuerte en la sociedad, y de hecho puede llegar a convivir sin roces con las críticas más virulentas al estado: en países pobres cuyas raíces están hundidas en la colonización y el genocidio, con garantías sociales bajas o nulas y desigualdades galopantes, una dosis alta de orgullo nacional es muchas veces lo único que mantiene unida a la población cuando la crisis económica te roba los zapatos OTRA VEZ. En un ambiente así puede ser difícil trazar el límite entre el panfleto político y el tono normal de los medios. La propaganda de Starship Troopers no me resultaba tan hiperbólica ni tan absurda como a mi compañero porque yo había visto ese tipo de televisión, y tanto sus realizadores como su público se la tomaban totalmente en serio. Así que yo lo hice también.

 

Lo cual me lleva al quid de la cuestión: la sátira, al igual que cualquier tipo de comunicación, requiere de un entendimiento previo entre emisor y receptor. Un trasfondo cultural común en el que la audiencia pueda entender las referencias de la historia que se está contando e identificar los marcadores del sarcasmo como tales, así como tener claro ya desde el principio cuál es el bien que ha de ser defendido y cuál es el mal que ha de ser criticado. Este entendimiento no siempre existe. Basta con que muevas unos centímetros la silla del público, que te desplaces mínimamente fuera del contexto de la sátira, que varíe la extracción social, cultural o geográfica, que la audiencia haya recibido una educación distinta, que no tenga acceso a internet o que sea neurodivergente, para que la sátira se disperse en el aire como si nunca hubiera existido. No es una falta de inteligencia, es un fallo de comunicación.

Ni todas las culturas ni todas las personas entienden o expresan el sarcasmo de la misma manera. Es necesario saber de antemano qué aspecto tiene para poder reconocerlo.

Además, para construir una sátira vamos a tener, sí o sí, que valernos de los ladrillos ya preexistentes de la narración de historias, y ello puede jugar en nuestra contra. Ya hemos visto que nos han programado para sentir empatía por le protagonista o la voz narradora: si la sátira se nos cuenta desde el punto de vista de Johnny Rico, valiente héroe luchando por la Federación Terrícola contra los malvados bichos del planeta Klendathu, emocionalmente nos pondremos del lado de Johnny y desearemos que triunfe, a pesar de darnos cuenta de lo ridículo que es. Asimismo, esta reacción empática afecta a les narradores, y se extiende a la historia que crean. Si decides contar una historia desde el punto de vista de “el malo”, vas a tener que ahondar en sus motivaciones y sentimientos. ¿Durante cuánto tiempo podrás mantener la distancia hasta que empieces a entenderle? ¿Cuánto tardarás en ponerte en su piel, en ver partes de ti en esa persona? ¿Qué consecuencias, te des cuenta o no, puede tener en tu historia y en tu público?

Es importante tener esto en mente, porque cuando la sátira fracasa su carga crítica se pierde, y muchas veces sólo queda una narrativa socialmente incómoda. Si le quitas el sarcasmo a Starship Troopers queda una película muy entretenida con tiros, explosiones y naves espaciales en la que la que la violencia siempre está justificada y El Enemigo viene de fuera, como tantas otras cintas de acción que han sido utilizadas hasta la saciedad como herramientas de reclutamiento militar. 

Ésa es la paradoja de la sátira: dependiendo de la socialización del público, puede percibirse como una brillante crítica a un problema social o una confirmación divertida de que dicho problema no es, de hecho, un problema. Ya no es sólo que la experiencia, cultura o valores de la audiencia afecten a su percepción: sus propios deseos y prejuicios también impiden que una sátira sea 100% efectiva. Películas como “El club de la lucha” o “El lobo de Wall Street”, hechas con la voluntad expresa de criticar la masculinidad tóxica, en el primer caso, y los horrores del neoliberalismo, en el segundo, han sido confundidas con apologías de aquellos males contra los que supuestamente se posicionaban. Esto ocurrió, creo yo, porque mucha gente (especialmente hombres blancos, como los protagonistas) estaba tan acostumbrada a ver esos comportamientos dañinos siendo disculpados y premiados que no llegaron a ver la voluntad satírica, sólo una fascinante fantasía de poder en la que proyectarse. ¿No molaría acaso tener una sociedad secreta en la que poder reventarte a golpes con otros tíos sin que venga tu novia a fastidiarte? ¿No sería un sueño tener todo ese dinero, ese sexo y esas drogas, y no tener que asumir consecuencias por tus acciones?

Se podría argumentar que, aunque superficialmente estas películas parecen contar una historia («qué divertido es esto»), su lenguaje cinematográfico cuenta otra muy distinta («así te ves tú haciendo estas cosas, ¿no te da vergüenza?»). Y sería cierto. Pero volveríamos a lo mismo: sólo la selecta porción del público que ha tenido acceso a una formación mínima sobre lenguaje visual tendrá capacidad de entender la sátira. Yo no la tenía en 2007. Y además era una adolescente, una espectadora especialmente vulnerable a absorber ideas. ¿Qué habría pasado si, aparte de tomarme Starship Troopers al pie de la letra, hubiera salido pensando que alistarse en el ejército para expulsar invasores debía de ser apasionante y heroico?

La gente que crea sátira (o dice que la crea, en cualquier caso) suele ser muy reacia a aceptar cualquier tipo de responsabilidad social en su trabajo. Lo considera una cortapisa, una censura a su creatividad cómica. Suele argumentar que no quiere enviar un mensaje ni darle vueltas a las cosas, sólo decir algo gracioso. O que ya ha tomado medidas para que su sátira sea evidente, y que si el público no tiene los recursos para entenderla ya no es su problema. Y está en su derecho de no preocuparse por ello, pero eso no hace que dicha responsabilidad no exista. Cualquier tipo de narrativa impacta en la realidad, eso ya lo hemos visto. 

 

Otras veces, el jabón se nos escurre porque confundimos el humor transgresor con la sátira: creemos que cualquier tratamiento humorístico de un tema tabú es automáticamente satírico. Es cierto que muchas veces el humor emplea herramientas tradicionales de la sátira, como la parodia o la hipérbole; pero al igual que no toda la sátira es humorística, no todo el humor exagerado u oscuro es satírico. “Sátira” no significa “comentar sobre un tema tabú en tono jocoso”; la sátira requiere planificación, requiere explicitud, requiere elaborar un mensaje. La sátira, es más, requiere de límites y estándares morales para funcionar; en un ámbito en el que todo vale la sátira, por definición, no existe.

Un ejemplo brillante de esto es la comedia “Los Productores”, de Mel Brooks.

Mel Brooks (cuyo nombre real es Melvin Kaminsky) nació en Brooklyn, Nueva York. Tanto su padre como su madre inmigraron a Estados Unidos desde asentamientos judíos askenazíes de Polonia y Ucrania. Fue reclutado por el ejército estadounidense y luchó contra el Tercer Reich durante la Segunda Guerra Mundial, tras la cual iniciaría su carrera como comediante. “Los productores”, estrenada en 1967, narra las desventuras de dos productores de Broadway, judíos como Brooks, que urden un plan para hacerse ricos: poner en escena una obra tan rematadamente mala que se cancele la primera noche, permitiéndoles quedarse con la recaudación sin escrutinio fiscal. Para ello, engañan a un antiguo nazi para que escriba un musical en alabanza a Hitler, la idea de peor gusto que se les ocurre. El público, aunque escandalizado al principio, acaba confundiendo la obra con una sátira, catapultándola a un éxito sin precedentes y metiendo a los dos productores en un aprieto. La película, que posteriormente tendría su propia adaptación a Broadway y un remake completo en 2006, muestra varias escenas del musical “Primavera para Hitler”, en el que un ballet de camisas pardas baila claqué detrás de un Hitler con pendientes, acompañados por chicas en bikini disfrazadas de bombardero de la Luftwaffe y de jarra de cerveza.

“Los productores” fue acompañada por la polémica desde sus inicios: Mel Brooks recibió cartas alarmadas de otras personas judías, que temían que su comedia banalizara el Holocausto. Brooks fue muy claro al respecto: estaba burlándose de Hitler, jamás haría lo mismo con sus víctimas. En una entrevista con el diario alemán Der Spiegel a raíz de la adaptación de 2006 de “Los productores”, Brooks dijo al respecto que el humor «tiene límites, sin duda» y que era muy importante separar a Hitler (el verdugo) del Holocausto (las víctimas). Añadió que la comedia de Roberto Benigni “La vida es bella” «siempre me ha molestado. Esa película es una locura que intenta encontrar comedia incluso en un campo de concentración. Enseñaba los barracones donde tenían a los judíos como a ganado, y hacía chistes sobre eso. La filosofía de esa película es “¡la gente puede superar cualquier cosa!”. No, no puede. No puede superar un campo de concentración».

La sátira de Brooks, aunque con puntos criticables, como cualquier otra película, era efectiva, y lo sigue siendo, porque tenía una fuerte base moral: Brooks sabía en todo momento dónde estaban el Bien y el Mal, dónde estaba el límite, e hizo sus chistes en función de ello. No estaba disparando a ciegas.

 

La sátira no es un género sencillo de realizar, y no importa cuán sofisticada sea, siempre se escurrirá de las manos de algunas personas: al igual que muchos programas informáticos, requiere de demasiados presupuestos, demasiados “y si…” que han de cumplirse para ser universal. Lo mismo que ocurre con el lenguaje. Es importante recordar esto porque, como narradores, es presuntuoso asumir que todo el mundo está obligado a entendernos, que sólo hay una lectura válida de nuestra historia, y que todos los errores de interpretación son culpa de la audiencia. A veces son nuestros. Y otras veces no son de nadie: es la sátira, que es resbaladiza.

Y también es importante recordar, en un mundo de neofascismo en auge, que el humor sobre tabúes no constituye automáticamente una sátira, y que si pretendemos erigirnos en defensores de ese género primero tenemos que plantearnos cuál es nuestra brújula moral. Hace poco se anunció un remake de Starship Troopers, esta vez “mucho más fiel al libro”. Paul Verhoeven y otras personas han manifestado su preocupación, pero de momento el proyecto sigue adelante. Con el clima político actual, una adaptación fiel de Starship Troopers levantará controversia, pero probablemente siga recaudando millones en taquilla, tal y como su predecesora. ¿Cuánta gente notará la diferencia entre la versión satírica y la literal?

Es cierto, necesitamos la sátira, por escurridiza que sea. Pero una vez hayamos conseguido agarrarla, ¿vamos a limitarnos a hacer chistes en la ducha, o vamos a limpiar una mancha con ella?

 

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2 comentarios sobre “La sátira, ese jabón resbaladizo

  1. Este artículo me ha recordado un poco a uno que leí de Guillermo Jiménez sobre el humor y sus distintas funciones. Tengo que reconocer que yo misma, igual que tú, muchas veces tampoco me doy cuenta de que algo es una sátira. Quizás tenga algo que ver con el mal uso que se le da al nombre en muchas ocasiones; es decir, el ampararse en el humor o la sátira para decir cosas hirientes y sin gracia (¿cómo se llamaba el cómico que se burlaba de los gitanos?) Lo que sí es muy cierto es lo que dices de que no entender el humor no es sinónimo de ser tonto. Como producto cultural, los chistes siempre van a contener referencias que requieren un cierto trasfondo o contexto compartido. Y si esto se puede aplicar a algo tan sencillo como un juego de palabras (que encima depende del idioma), imagínate a algo tan complejo como la sátira. Buen artículo, como siempre.
    ¡Nos seguimos leyendo!

    1. Ah, sí, me encanta ese artículo de Guille Jiménez. Me dan ganas de empapelar la ciudad con él XD. Yo me he centrado en la sátira porque, como tú bien dices, el significado de esa palabra está tan diluido por el uso indiscriminado que me pareció importante delimitarlo, ver cómo funciona y en qué casos se aplica. Especialmente siendo un género que a veces es tan jodido de captar. Odio Big Bang Theory, pero el cartelito de «Sarcasmo» lo agradecería muchísimo en mi vida cotidiana XD

      Ah, el nombre del comediante que dices es CaraPedo McCúlez. Es su nombre real y creo que es importante usarlo.

      Como siempre, muchas gracias por pasarte a leer y comentar, valoro mucho tus opiniones sobre lo que escribo ^^

      ¡Nos leemos!

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