Etarras, nazis y sith: la banalidad del mal

El jerarca nazi Adolf Eichmann durante su juicio en Jerusalén. Blanco y negro.

Hace poco terminé de leer “Patria”, de Fernando Aramburu, una novela acerca de la violencia de ETA en Euskadi, así como sobre sus consecuencias sobre la sociedad vasca después del alto al fuego de 2011. No suelo leer este tipo de novela (traducción: trato de no leer nada de la misma editorial que publica a Haruki Murakami, aún no me han pagado por daños y perjuicios), pero el libro se abrió paso a mí casi con testarudez. En abril del año pasado pasé una semana en el hospital por una miocarditis y mi suegra me trajo este libro para que me entretuviera. Siendo yo quien soy, ya había pedido con histeria a mi familia que me trajeran todos los libros que pudieran para no quedarme sin lectura en el hospital, así que «Patria» se quedó en mi poder al regresar a casa, durante el larguísimo mes que estuve de baja y aun los meses que siguieron. A mediados del año pasado, cuando empaqueté mis libros para mudarme a mi nueva casa, “Patria” seguía en la pila de pendientes. Y ahí estuvo, mirándome feo porque no le hacía caso, hasta el pasado mes de abril, cuando decidí darle por fin una oportunidad.

Sorprendente (no) giro de los acontecimientos: lo odié.

Pero los motivos que me hicieron odiarlo me dejaron reflexionando, y quiero ahondar en ellos.

 

Mi rechazo hacia la novela de Aramburu no vino de mi predilección por las lecturas de género; a pesar de que no es mi interés principal, leo literatura realista de vez en cuando, e incluso la escribo. Tampoco del estilo del autor, aunque se puede hacer difícil leer textos con flujo de pensamiento. Ni siquiera de la torpeza técnica de la narración, aunque he de admitir que consiguió crisparme los nervios. Tuvo mucho que ver con la pésima construcción de los personajes femeninos y racializados y su cuestionable tratamiento de la discapacidad, desde luego, pero eso no es nada nuevo: si lees literatura de autor escrita por hombres sabes que hay altas posibilidades de tener que aguantar varias escenas de tetas teteando. Lo que me frustró más, por ser un fallo inesperado, fue su tratamiento superficial y maniqueo de la violencia terrorista. Explicaría por qué, pero creo que será más rápido que leyeras mi valoración en Goodreads antes de seguir.

(espera a que termines mirando al vacío con cara de pasmo)

Al cerrar el libro me quedó una sensación de estafa. Habían agitado en mis narices el cebo de un análisis descarnado de la violencia terrorista y de sus implicaciones, y en cuanto me distraje me habían tirado a la cara un cuento de buenos muy buenos y malos muy malos, pero  “adulto” (traducción: más tetas). Lo que más me dolió fue el deseo frustrado: yo QUERÍA leer ese análisis. Por mucho que no me criara en España y lo peor de ETA me quede lejos, comprendo el terrorismo. He visto los horrores que desencadena, tanto en manos de guerrillas armadas como del propio gobierno. Cuando narramos Grabado que representa a Lucifer siendo expulsado del Paraíso por el arcángel Miguel.una historia sobre la violencia y la barbarie del ser humano, sobre todo si estamos hablando de hechos reales, estamos poniendo sobre la mesa la cuestión del por qué. «Esta gente hizo cosas horribles. ¿Por qué?» La respuesta de Aramburu fue «y yo qué sé, Pepa, la gente está loca».

El autor ya tenía claro que ETA era “el malo” de su historia. Que era El Mal. Y eso no me molesta para nada porque oye, matar a gente en actos no defensivos suele encuadrarse en la lista de cosas que te hacen ser mala gente. Pero ¿por qué? ¿Quién es esta gente que levanta el arma y le mete un tiro en la cabeza a alguien y piensa que ha estado bien? ¿Siente algo? ¿No siente nada? ¿Cómo ha llegado hasta ese punto? La novela se pasea por la infancia, adolescencia y madurez de todos los personajes, pero no hay penetración psicológica más allá de detalles inconexos (otra cosa que me irritó muchísimo). Para ser una historia sobre la relación del ser humano con el mal, el narrador da una impresionante cantidad de rodeos para no tener que tocar ese mal ni con la punta de los dedos. Quizá era un trauma personal que le impedía humanizar a los terroristas. Quizá temía mancharse. Pero yo me quedé sedienta de una charla honesta sobre la representación del mal, así que aquí estamos. Saca las papas.

 

El mal. ¿Qué es el mal? Pregunta complicada. La filosofía, la sociología y las religiones llevan intentando darle respuesta desde hace siglos. ¿Es sólo la ausencia de bien? ¿Requiere de actos concretos, o sigue existiendo incluso si éstos no se lleven a cabo? ¿Es espiritual, o social? Hay millones de respuestas válidas para esto, pero ocurre una cosa curiosa: no importa cuán complejo sea el concepto de maldad, la mayoría de nosotres, dentro de cierto marco social, podemos reconocerlo cuando la vemos. O al menos eso creemos.

Las narrativas de la sociedad en que vivimos, las historias que hemos absorbido desde el nacimiento, nos enseñan qué aspecto tiene el mal y cómo funciona. Y qué aspecto tiene (y cuál no tiene) no es casual. A veces se busca deliberadamente señalar a un demonio concreto, como hace la propaganda: por ejemplo, una dictadura que deshumaniza a sus opositores para que sea más fácil deshacerse de elles, o un gobierno tratando de alertar a la ciudadanía de un peligro interno, como las drogas (estos dos tipos de propaganda son más similares de lo que podría parecer, y por desgracia muchas veces sus intenciones también). En otros casos, la voz narradora deja traslucir sin querer un miedo personal o social en su representación del mal. El diciembre pasado tuve la suerte de asistir a un taller de literatura de género dictado por el escritor Sergio Mars, dentro de las jornadas Golem Fest, y durante la parte  correspondiente a la ciencia ficción se planteó la idea de que la amenaza a derrotar en una novela de ciencia ficción siempre corresponde a un temor profundo de la sociedad que la ha creado, y que por ende van variando con el tiempo. Una tercera Guerra Mundial. Un apocalipsis climático donde tu supervivencia está marcada por tu nivel adquisitivo. Una dictadura que aprovecha una crisis para suplantar la democracia como un cuco en el nido de otra ave. Todos esos horrores existen. Son miedos reales, sombras proyectadas en el pasillo que atisbamos desde debajo de la cama, rezando por que no se acerquen. Seamos conscientes de ellos o no, van a reflejarse en las historias que contemos, alimentándolas a su vez, dejando para la posteridad el ADN de nuestros temores. La historia de la humanidad puede trazarse rastreando la evolución del concepto de maldad.

En Grecia y Roma, por ejemplo, esclavizar o matar a alguien no era necesariamente malo, siempre y cuando dicho alguien no fuese un ciudadano; ser negligente con tus deberes religiosos/cívicos, por otra parte, sí podía acarrearte consecuencias nefastas, ya fuera a nivel social o espiritual.

Un prostíbulo en la serie de la HBO Roma. La madama exhibe a varias chicas y chicos semidesnudos ante sus clientes.
Comprar y vender seres humanos: cero problema. No hacer el sacrificio adecuado a un dios caprichoso: prepárate a morir, amiwi.

El cristianismo, por otra parte, tiene una visión menos relativa del bien y el mal: la luz por un lado, la oscuridad por otro, empieza el combate, ding ding ding. En esta tradición la maldad es una amenaza todopoderosa e inhumana, y sólo a través de una lucha constante podemos mantenerla a raya; el mal no será derrotado del todo hasta el Fin de los Días, probablemente. Y aunque no estoy facultada para hablar de ello, si salimos de la órbita de occidente encontraremos que cada pueblo tiene una definición ligeramente distinta del mal. Conforme nos movemos por el espacio y el tiempo el mal va mutando.

Así que, ¿qué aspecto tiene el mal actualmente? ¿Cuál es el mal que encontramos en nuestras pantallas y nuestras páginas? Tanto la visión legalista como la polar siguen teniendo un lugar en nuestras narrativas, pero hay un tercer enfoque que ha ido ganando peso desde mediados del siglo pasado: el mal banal.

 

En 1960 el Mossad capturó en Argentina a Adolf Eichmann, teniente coronel de las SS y uno de los principales responsables de la Solución Final, y lo trasladó a Israel para ser juzgado por crímenes contra la humanidad. La pensadora Hannah Arendt asistió al juicio, que culminó con la ejecución de Eichmann al año siguiente, y compiló sus observaciones en el que sería su libro más conocido: “Eichmann en Jerusalén: un estudio sobre la banalidad del mal”. En él, Arendt observó que Eichmann no era el monstruo aterrador ni el supervillano que había hecho de él la prensa: sus acciones no estaban guiadas por una crueldad extraordinaria, si no por la obediencia y la eficiencia. No había ningún tipo de oscuridad ni psicopatía en él; era un hombre perfectamente normal. Incluso había tenido amistades judías de joven. Simplemente había asimilado la cultura en la que vivía inmerso: se le dijo que los pueblos no arios eran subhumanos, así que él pasó a considerarlos como meras estadísticas. Tenía un trabajo que hacer, al fin y al cabo, y unos superiores a los que rendir cuentas.

El libro de Arendt ha sido estudiado, comentado y criticado hasta la saciedad. Incluso ha inspirado experimentos sociales como el de Milgram o el de la cárcel de Stanford, que han parecido confirmar sus teorías: incluso la persona más anodina es capaz de los actos más atroces, siempre y cuando reciba refuerzo positivo, justificaciones morales y/o presión por parte de una figura de autoridad. El mal no era infringir las leyes (el Holocausto había sido perfectamente legal) ni un ente suprahumano. El mal no era algo separado de nosotres: era cotidiano y rutinario, y podía aparecer en cualquiera. Quizá incluso en nosotres, que tanto nos horrorizábamos ante los extremos a los que nuestra especie podía llegar. Si nos encontráramos en el clima político adecuado, con las excusas adecuadas, ¿podríamos jurar por lo más sagrado que no haríamos lo mismo?

¿…seguro?

 

Esta idea de la banalidad del mal ha permeado nuestras narrativas, y encuentro que está más vigente que nunca. Volviendo a la teoría de Sergio Mars de que la ciencia ficción cristaliza los miedos de cada época, no puedo evitar recordar una de las sagas más queridas del último siglo, y a sus acertados retratos del cambiante rostro del mal en cada época. Hablo, por supuesto, de Star Wars.

(sí, sí, ya sé que Star Wars no es ciencia ficción si no opereta espacial. vamos a hacer concesiones en aras de la claridad. por favor deja de gritar)

Como bien quedó dicho en el tráiler del episodio IX, lanzado hace un par de semanas para mi desmesurado y ridículo entusiasmo, cada generación tiene una leyenda. Pero también, añado, tiene sus villanos. En la trilogía original, estrenada entre 1977 y 1983, el mal sigue siendo suprahumano: un imperio colonialista brutal y sanguinario que hace explotar planetas enteros cuando éstos no se someten, gobernado por un villano misterioso con risita de tiza mojada que evita mancharse las manos enviando a cumplir sus órdenes a un subalterno carismático, Darth Vader. Las evocaciones a los nazis son cristalinas: a las propias tropas del Imperio Galáctico se les llama stormtroopers (“soldados de asalto”), un término muy similar al rango paramilitar nazi de los sturmmann.

El actor británico Ian McDarmid, caracterizado como senador Palpatine, principal villano de Star Wars. Está sentado en un escritorio de espaldas a un ventanal tras el cual vuelan nave espaciales y tiene una media sonrisa.
«No es sin gran reticencia que acepto estos poderes absolutos. Por cierto, tengo escondido un ejército profesional leal exclusivamente a mí del que nadie tiene que preocuparse».

Las tres precuelas, estrenadas ya a principios de la década de 2000, cuentan una historia bastante diferente: el futuro Darth Vader es un niño esclavo que busca un lugar en el mundo, y el futuro malvado emperador es un político untuoso que se las arregla para que se le concedan poderes extraordinarios en el senado… para acto seguido disolverlo y autonombrarse líder supremo. La frase “así que así es como muere la democracia: con un estruendoso aplauso” resume muy bien la ansiedad oculta tras esa nueva narrativa. Los nazis espaciales son una cosa lejana, pero no debemos bajar la guardia o las mismas personas a las que votamos nos pisarán el cuello.

La última trilogía, aún inacabada, es una continuación de la original, pero empalma de manera brillante con las angustias de esta década. El villano, Kylo Ren, es nieto de Darth Vader. Proveniente de un hogar roto, se volvió al Lado Oscuro al ser traicionado por su mentor, la única referencia adulta que tenía, y está tan obsesionado con su abuelo que guarda el casco derretido con el que murió y le habla cuando está a solas. Es además una persona muy inestable y con tendencia a los ataques de ira, y se autolesiona porque el dolor y la rabia le dan fuerza para cumplir su cometido, que es defender a la Primera Orden, heredera directa del Imperio Galáctico. La amenaza hoy en día no son ya los nazis: son los neonazis.

No obstante, Kylo Ren también es un personaje muy humano, y esa humanidad nos revela otra faceta de la maldad: no sólo es banal, es mezquina. No hay glamour ni épica en ella, da igual cuánto se revista de elegantes uniformes e impactantes marchas militares, porque debajo sigue estando Kylo Ren teniendo una pataleta y destruyendo equipo militar cuando las cosas no salen a su gusto. No hay nobleza en la opresión y la violencia: como señalaba la filósofa estadounidense Natalie Wynn en un ensayo sobre la transfobia, en cuanto retiras un par de capas de justificación (o tragas un par de chupitos de tequila) los grandes discursos discriminatorios quedan reducidos al asco.

Cierto, Kylo Ren ha cosechado hordas de fans dispuestes a justificar sus actos de asesinato, tortura y secuestro, probablemente porque están acostumbrades a exculpar a los protagonistas masculinos, pero creo que la fascinación con el personaje no se reduce exclusivamente a eso.  Vivimos en un tiempo de realismo. Incluso los géneros más caprichosos y alejados de la realidad, como la fantasía, se esfuerzan por ofrecer entornos, personajes y dinámicas que sean verosímiles, que se puedan trasladar al mundo en que vivimos. Atrás han quedado los tiempos de las películas sobreactuadas y las novelas llenas de desmayos y lágrimas. El público se ha vuelto escéptico. Si vamos a ver maldad, no sólo queremos reconocerla: queremos entenderla. Esto se debe, en mi opinión, a múltiples factores. En el estadio actual del capitalismo y de la industria del entretenimiento, por primera vez le damos importancia al consumo de historias por sí mismo: somos conscientes de nuestro lugar como público y de nuestra relación con les creadores de estas historias, que es la de proveedor/consumidor.Hoy en día, además, ya no nos limitamos a aceptar de forma pasiva las historias que se nos cuentan. Con la ayuda sin precedentes de internet, el público ha pasado a ser parte activa de la producción de narrativas, pudiendo dar su opinión e incluso ejerciendo presión de forma efectiva sobre estudios de cine, grupos editoriales y otras empresas de entretenimiento. De ahí el auge de la intertextualidad (palabro fino para decir «referencia a otra cosa»), especialmente en el cine. Piensa, ¿cuántas películas has visto últimamente en las que los personajes hacían referencia a otra película o libro, dando por hecho que los conocías?  Queremos historias, sí, pero no cualesquiera. Queremos historias verosímiles. Queremos una maldad que nos podamos creer. Incluso queremos trascender el concepto de maldad, y plantearnos quizá un mundo sin villanos.

(aunque, como creadora, creo que la villanía por la villanía, si está bien hecha, puede ser muy pero que muy divertida. no creíble, pero sí divertida)

 

Spiderman cara a cara con el villano Venom. Dibujo digital.

La maldad, al final, es una experiencia profundamente humana. No es una personalidad ni una enfermedad, si no una capacidad más de las personas. El estudio de Hannah Arendt reveló que a veces la maldad humana sólo requiere de las circunstancias adecuadas para salir a la luz, y nos señaló que quizá dentro de cada une haya un pequeño Eichmann, preparado para aflorar en el momento propicio; en una situación como ésa, nuestra connivencia para con la maldad vendrá dada por defecto, independientemente de qué tan buenas personas seamos. Las historias que nos rodean se han hecho eco de esa realidad. Podríamos pensar que es una visión muy tétrica del ser humano –una criatura preparada para las mayores atrocidades a falta tan sólo de una buena excusa– y es cierto que hay historias que lo enfocan de ese modo: el auge de géneros como el grimdark, que exploran las posibilidades más oscuras del ser humano, son una buena muestra. Pero hay otro enfoque –un enfoque hopepunk, si se me permite–: el que nos recuerda que la maldad no es una condena, si no una posibilidad entre muchas. El ser humano no es malo, sólo puede ser malo. También puede (y debe) no serlo. Esa visión pedestre y cotidiana de la maldad nos impulsa a ejercer la autocrítica y a tomar acción contra ella. Cuando vemos el mal como algo desencarnado, ajeno a nosotres, podemos rendirnos antes siquiera de intentar enfrentarlo. Pero si sé que la maldad también está en mí, y que puede adoptar formas muy cotidianas (la connivencia, el silencio, la inercia) puedo hacerme con él y cortarlo de raíz personalmente. Una de las frases más famosas de los cómics de Spiderman reza “un gran poder conlleva una gran responsabilidad”, pero es igual de cierto al revés: la responsabilidad es poder.

El mal existe, tenga el aspecto que tenga. Aunque sea tan sólo una construcción social que hemos creado para poder vivir en un mundo en el que el vecino no pueda masacrarte sólo porque no le gusta tu cara. Y está dentro de ti y de mí, lo cual es aterrador, pero tenemos las herramientas para enfrentarnos a él: la bondad está exactamente en el mismo sitio, sólo hay que saber usarla.

…aunque para ello es recomendable mirarse al espejo y reconocer que están ahí en primer lugar, FERNANDO.

 

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