Cursilería y honestidad emocional

Hace poco terminé de leer “Música de mierda” de Carl Wilson, un autoproclamado “ensayo romántico sobre el buen gusto, el clasismo y los prejuicios en el pop”. Hacía tiempo que tenía ganas de leerlo, pues me interesa mucho la cultura popular y su relación con la sociedad (básicamente ésa es la motivación detrás de este blog, por si no te habías dado cuenta). El ensayo de Wilson prometía reflexiones interesantes acerca de qué consideramos buen y mal gusto en la música y por qué, además de un divertido experimento en el que un crítico musical terriblemente pedante (el propio Wilson lo admite nada más empezar) se sumerge en la música popular más cursi y trata de averiguar por qué oh por qué tiene tanto éxito. Y eso es más o menos lo que encontré.

De lo que no tenía ni idea era de que el hilo conductor del libro es el odio profundo que la crítica musical culta siente hacia Céline Dion.

La traducción me había despistado: el título original en inglés era Let’s talk about love, nombre del disco de Dion de 1997 que contiene el archifamoso tema central de Titanic, “My heart will go on”, que por lo visto también es una de las canciones más odiadas del último siglo. Descubrí que la crítica culta suele opinar que Céline Dion (y su música) es sensiblera, simplona y cursi, que es “puro artificio y nada de fondo”; me enteré de que en su propio Quebec natal se la considera una kétaine, que es lo que en Perú se dice “huachafa” y en España “hortera”. Incluso que durante 1997 y 1998, siendo yo una niña de primaria, las emisoras de radio bombardearon “My heart will go on” con tanta insistencia que los representantes de la música alternativa pidieron clemencia a gritos. O al menos eso cuenta Wilson.

Para mí esa fue la mayor sorpresa de todas, porque yo no me había enterado de que odiar a Céline Dion era cool. Es más, no se me había pasado por la cabeza que su música fuera cursi. Ni siquiera durante mi adolescencia, época en la que hacía esfuerzos sobrehumanos por mostrar lo alternativa que era.

Voy a ser honesta contigo, ya que estamos hablando de pedantería: si había alguien pedante en mi clase de secundaria, era yo. Creo que podía marcar todas las casillas del bingo de “adolescente que acaba de descubrir su personalidad y cree que es especial”: gargantilla de púas, eyeliner de oso panda, un labial negro malísimo comprado en una tienda de disfraces y la nariz arrugada ante cualquier cosa que oliera mínimamente a pop. Aunque secretamente me gustara, como era el caso. En esa época repetía las opiniones de otras personas sólo porque encajaban en el perfil que quería mostrar al público, aunque muchas veces no las compartía, y otras ni siquiera las entendía. Afirmaba categóricamente que odiaba el reggaetón (en realidad me encantaba, como aceptaría más tarde como parte de mi toma de consciencia como latinoamericana en el exilio). Ponía los ojos en blanco y espetaba con desprecio esa temida frase: “pffff, eso es MAINSTREAM”. Había decidido que era la más oscura y la más desengañada del barrio: mi guerra contra la sensiblería, la dulzura y lo cursi era sangrienta, y no había cuartel.

Ironía de ironías, por entonces también escribía poesía compulsivamente, y mis poemas eran infiernos pretenciosos llenos de un pomposo dramatismo. La muerte, el suicidio y la condenación eterna campaban a sus anchas, por no hablar de las lamentaciones sobre la vulgaridad e ignorancia de mis semejantes; una vez incluso llegué a usar la palabra “heteronomía” en un maldito poema (conservo los cuadernos de esa época, así que hay evidencias físicas de la debacle). Mis creaciones también eran afectadas y artificiosas, y expresaban mis emociones de manera estridente; ¿no era eso cursi también? ¿Quizá no cursi a lo Céline Dion, pero cursi a lo Tuomas Holopainen?

Pero ¿qué es lo cursi, para empezar?

Google dice que es algo o alguien “que pretende ser fino, elegante y distinguido pero suele resultar ridículo, de mal gusto o pretencioso; que pretende mostrar un refinamiento expresivo o un sentimiento apasionado pero resulta ridículo y excesivamente delicado”.

Creo que en 2018 podríamos definir “cursi” como “emoción se toma a sí misma en serio, sale mal”. Cursi es algo que debería ser bello pero nos provoca rechazo por su excesivo sentimentalismo, como los romances dramáticos o las frases de Mr. Wonderful. Pero, y esta es una pregunta que el propio Wilson se hacía en “Música de mierda”, ¿qué es excesivo? ¿Es que hay reglas para sentir, una tabla de intensidades que nos dicta qué tanto nos podemos emocionar con algo y que establece que pasarse de tal número de revoluciones pasa a ser de mal gusto, como el velocímetro de un automóvil?

Bueno, estoy segura de que muches autores de la Ilustración o influides por ella habrían contestado «sí»; buena parte de sus obras giraban en torno a la importancia de una “educación sentimental” que te ayudara a controlar tus emociones y a enamorarte de la gente adecuada (luego vino el Romanticismo y se fue todo a la puta). Pero hoy en día, ¿hay una guía universal que marque los límites entre “sentimental” y “sentimentalismo”? Técnicamente sí: es la crítica cultural, a la que pertenece el propio Wilson, la que ejerce de árbitro del arte y juzga qué es adecuado y qué es excesivo. 

Para sorpresa de nadie, las directrices del buen gusto de cada sociedad suelen emanar de sus clases dominantes.

El ejemplo que suelo citar para ilustrar esto es el concepto de vestimenta huachafa/hortera que tenemos en Occidente, y que suele incluir ornamentos y colores llamativos, diferentes estampados juntos, maquillaje pesado, prendas de corte caprichoso/poco natural y un largo etcétera. Si hoy en día nos cruzáramos con alguien vestido así probablemente giraríamos la cabeza y nos reiríamos por lo bajo; no obstante, todos estos elementos eran perfectamente aceptables en la moda cortesana europea del siglo XVIII. Las pelucas altas, los guardainfantes, los encajes, los lazos y los vestidos con cola estaban a la orden del día en los palacios de la aristocracia, y eran personas que se vestían así (mujeres, pero también hombres, que, es importante recordar, también llevaban tacones, peluca, maquillaje y medias ajustadas) las que dictaban las modas y eran admiradas por su elegancia. El despliegue de ornamentación, con abundancia de joyas, telas caras y bordados, se consideraba de buen gusto: si tenías el dinero para vestirte así, lo normal era que lo hicieses notar. Nuestro concepto de sobriedad, al menos en el caso de la moda masculina, proviene de la revolución burguesa del siglo XIX, en la que las nuevas clases dominantes de urbanitas enriquecidos adoptaron en masa el discreto traje oscuro de tres piezas que a día de hoy aún vemos en bodas y oficinas, una reacción contra lo que percibían como excesos de una aristocracia decadente.

(La historia de la moda femenina es más accidentada, como todos los capítulos de la historia de las mujeres, y me quedaría aquí hasta mañana despotricando sobre que sea 2018 y aún nos tengamos que poner pantalones sin bolsillos, pero ese es otro tema, así que sigamos).

El buen gusto, además, no es sólo un asunto de clase, si no que interseccionan otras opresiones como el género y la raza. Estoy pensando, por ejemplo, en la cultura del bling en algunos subestilos del hip hop, que preconiza el uso de ropa y complementos de marcas caras con el logo bien visible y la abundancia de joyería de oro y diamantes; esto, que al establishment blanco le parece una pesadilla de mal gusto, suele ser una reacción de músiques y compositores afroestadounidenses que han crecido marginalizades por su raza y clase y ahora exhiben el dinero que tienen a modo de triunfo sobre sus orígenes. Más o menos como la aristocracia pre-revolución, pero con una historia de Cenicienta detrás.

¿Con qué decoramos al caballo? ¿Con lazos o con strass? Lo que importa es cagar gente. (Izquierda, «Dama a caballo», José Campeche, 1785. Derecha, portada del álbum «Respect M.E.» de Missy Elliott, 2006)

Podría hablar también de cómo los tonos pastel, los estampados florales, las lentejuelas y otros ornamentos se consideran “femeninos” y por ende aceptables (aunque dignos de burla) en una mujer pero son directamente humillantes en un hombre. En cierta parte del libro Wilson dice que “si la lucha libre es una telenovela con esteroides, Céline Dion es música metal con estrógeno”. Quitando el hecho de que equiparar “mujer” con “estrógeno” es cisnormativo (aunque por la impresión que me dio si alguien se lo dijera a Wilson le explotaría la cabeza), nos ilustra con claridad meridiana no sólo la asociación de la sensibilidad exacerbada con las mujeres, si no cómo se la considera inferior a la música “masculina” fría y agresiva, como el metal. Las power ballads de Céline Dion, parece decirnos Wilson, son vestidos rococó hechos canción, y nadie en su sano juicio sentiría atracción o placer ante tal cosa.

Sin embargo, tal y como rezaba sarcásticamente la faja de mi ejemplar de “Música de mierda”, “200 millones de discos después Céline Dion sigue sin gustarle a nadie”.

Hm.

Como ya comentaba hace un par de entradas, nuestra cultura teme a las emociones, a las que les echa la culpa de diversidad de males, desde la enfermedad mental hasta las dictaduras carismáticas. Esto está relacionado con la masculinidad hegemónica y el rechazo a lo femenino, y también es un constructo burgués venido con la Revolución Industrial. Obviamente la misoginia existía antes, pero los ideales de feminidad y masculinidad han ido cambiando a lo largo de la historia. Durante el período preindustrial era perfectamente aceptable que un hombre llorara en público, por ejemplo. Los romances medievales están llenos de hombres llorando por haber sufrido derrota, separación, heridas o simplemente porque se han enamorado y ESTÁN QUE NO PUEDEN (hola, Tirant lo Blanc); durante la Edad Moderna no era extraño que en las negociaciones de paz entre dos monarcas se pronunciaran inflamados discursos de hermandad y se vertieran conmovidas lágrimas (que las negociaciones resultaran de hecho en paz o que dichos monarcas volvieran a intentar invadirse mutuamente al día siguiente era indiferente). Pero llegó la Ilustración, y llegaron las revoluciones, y apareció un nuevo modelo de hombre: racional, desapasionado, científico, interesado por los avances tecnológicos e involucrado en mantener la paz y el orden sociales (la democracia estaba bien, pero tampoco queríamos pasarnos de la raya y permitir que a les pobres les entraran ideas raras, ¿verdad? :DDDDDDDDD). Más o menos al mismo tiempo las mujeres dejaron de ser la Serpiente del Mal retorcida y lasciva de tiempos anteriores, y se convirtieron en ángeles del hogar, delicadas criaturas hechas para el matrimonio, la maternidad y la vida doméstica pero con un intelecto inferior debido a la intensidad de sus emociones, que las llevaba a hacer cosas adorables y ridículas como llorar o desmayarse.

Esta nueva dicotomía de género, es importante señalar, sólo se aplicaba tal cual a las clases altas y blancas: tanto las masas obreras y campesinas como la población racializada, especialmente sus mujeres, seguían siendo percibidas como zafias y brutales, guiadas por bajas pasiones e incapaces de desarrollar su intelecto. Al leer “Música de mierda” no pude evitar notar que todas las personas entrevistadas por Wilson que admitieron adorar a Céline Dion sin tapujos pertenecían a  una o varias de esas minorías: eran personas no occidentales, LGTB, de clase obrera, occidentales racializadas… Es en este contexto en el que la racionalidad, entendida como “ausencia de emociones”, se presenta como una característica deseable, pero inalcanzable para cualquiera que no fuera un hombre burgués blanco, y es una visión que persiste a día de hoy. Hace poco leí un cómic que explicaba el funcionamiento de la respuesta emocional en la raza humana y su vínculo con la agresividad; en algún punto le autore explicaba que las emociones “podía ser lo que nos hacía humanes, pero también era lo que nos hacía animales”. Las emociones, nos dice esta narrativa, son una debilidad, un residuo inevitable pero indeseable de tiempos primitivos, y haríamos bien en deshacernos de ellas. Nos dice que no te puedes fiar de alguien que expresa abiertamente sus emociones, porque esa persona es inestable. Se nos ha enseñado a asociar la ocultación de nuestras emociones con la inteligencia y la racionalidad, y la expresión de las mismas con la animalidad y la falta de educación; se dice que es propia de gente “débil de carácter”.

La cosa es que la emoción se asocia con la debilidad justamente porque se asocia con las mujeres y otros grupos a los que siempre se ha considerado incapaces. No disponemos de una narrativa que nos muestre los usos positivos de una emocionalidad sana y bien gestionada; la única forma aceptable de lidiar con nuestras emociones es aislarlas.

–Verán ustedes, a mi hijo lo estoy educando para que sea un hombre de provecho en el futuro. A la señora y a las niñas no las dejo tomar decisiones porque les dan vahídos, pobres. –Vete a la mierda, Jorge.

Nada delata tanto la asociación de sentimiento y debilidad y su relación con las estructuras de poder como la masculinidad tóxica. Siguiendo el ideal decimonónico, a los hombres se les enseña que la única emoción aceptable es la ira; el resto (la tristeza, la compasión, la ternura, el miedo, la histeria, la empatía, la vulnerabilidad, la duda, literalmente TODAS las demás) se consideran femeninas y por tanto muestras de debilidad e inferioridad. Llorar no es una opción. Mostrar cariño o empatía hacia otras personas es de chicas; los chicos no lloran. Los niños criados bajo estas directrices tienden a convertirse en adultos mutilados emocionalmente que transforman cualquier sentimiento en agresión, porque es la única respuesta emocional que saben manejar. Esto acaba hiriendo a los propios hombres, y son estos hombres heridos los que a su vez hieren a la gente de su entorno, especialmente grupos vulnerables como niñes y mujeres. Ése es el motivo por el que los hombres no sólo tienen índices más altos de respuestas violentas, si no también niveles mayores de suicidio y mayor tendencia a acabar viviendo en la calle; no han aprendido a buscar ayuda, y a veces ni siquiera saben reconocer la depresión o la desesperación cuando las sienten.

La popularidad de la ironía y del humor cáustico también es un síntoma de esto. A todes nos han dicho en algún momento que no hay mayor arma que el humor: el humor desarma hasta la situación más angustiosa, el régimen más terrorífico, a la persona más seria. Se nos suele presentar esto como algo positivo, y muchas veces lo es, pero también puede ser un peligro: al desarmarlo absolutamente todo, el humor y el sarcasmo pueden destrozar también la dignidad, la autoestima e incluso la vida de personas o de grupos enteros (Guillermo Jiménez tiene un artículo estupendo sobre esto). La cultura masculina tóxica usa constantemente esto para protegerse de sus emociones, poniendo una barrera entre el sentimiento y la persona, admitiendo que disfruta de según qué cosas sólo si dicho disfrute emana de la ironía o de la desconexión emocional. “Vamos a ver Titanic pero sólo para reírnos de lo tonta que es”.

(Anécdota divertida que demuestra que nadie es inmune a esto: la última frase la dije yo hace unos meses y acabé llorando con “My heart will go on”. Oh, madame Dion).

La música de Céline Dion, al igual que los poemitas de amor que les adolescentes copian en sus cuadernos, las grandes epopeyas románticas del cine y la literatura e incluso (me cuesta la vida escribir esto, lo admito) el optimismo azucarado de Mr. Wonderful están hechos para hacernos sentir. Sin filtros. Sin capa protectora de sarcasmo. Las emociones que despiertan, ésas que gente como Carl Wilson llaman “cursis” y “exageradas”, son probablemente de las más honestas que podemos sentir, porque no están intentando disfrazarse de lo que no son. Cuando nos conmovemos y lloramos con una canción de amor, o cuando le deslizamos a esa persona especial un poema copiado mil veces y deseamos, con el corazón en la garganta, que sienta lo mismo que nosotres, sentimos con una sinceridad total. Sin peros. Y esto nos da terror, porque nos hace vulnerables. Pero en un ámbito en el que no hay nadie para burlarse, en el que podemos sentir sin temor a que nos juzguen y aceptar que lo que sentimos es válido y hermoso, el concepto de cursilería se queda obsoleto.

En una entrevista de 2017 con The New York Times, la directora de Wonder Woman, Patty Jenkins, expresó esto de manera magistral: “‘Cursi’ es una palabra desterrada de mi vocabulario. Estoy cansada de que la sinceridad sea algo que nos tiene que dar miedo practicar. Ha sido así durante veinte años, el entretenimiento y el arte se han apartado de la sinceridad, la verdadera sinceridad, porque creen que tienen que lanzarle guiños a la audiencia porque eso es lo que le gusta a les jóvenes. Ahora es cuando tenemos que hacer historias de verdad. El mundo está en crisis. Yo quería contar una historia sobre una heroína que cree en el amor, que está llena de amor, que cree en el cambio y en que la raza humana puede ser mejor. Yo creo en eso. Es terrible que hayan tantes artistas que temen ser sinceres, veraces y emotives, y se relegan al departamento de “soy demasiado cool para esto”. Se supone que el arte debería poner belleza en el mundo”.

Todas las películas de superhéroes son un poco ridículas si las miramos con desapego.

En “Música de mierda”, Carl Wilson cita al músico y columnista Momus diciendo “el infierno es la música de les demás”. Quizá la cursilería sea la honestidad emocional de les demás.

Al fin y al cabo, todes hemos sido cursis en algún momento; todes hemos sentido una emoción sin ambages, hemos creído en ella con toda nuestra fe. La vergüenza emana de sentirnos juzgades, de darnos cuenta de que no estamos cumpliendo con las expectativas sociales de mostrarnos indiferentes, racionales o sarcástiques. La vergüenza está en los ojos ajenos, no en sentir. Ser sensible no es un defecto que se cure con el tiempo, ni un fallo de carácter. Es una necesidad. Necesitamos sentir, necesitamos llorar, necesitamos dar y recibir afecto sin tener que explicar por qué así, por qué tanto. Y necesitamos arte y cultura que nos permita dar rienda suelta a esos impulsos sin burlarse de nosotres después. Por eso creo yo que Céline Dion ha vendido más de doscientos millones de discos a pesar de que supuestamente todo el mundo la odia. El propio Wilson, tras su delirante viaje por el mundo de la balada pop, admite que ha empezado a disfrutar de Let’s talk about love, que ha empezado a entender por qué para otras personas es tan importante. Si incluso un crítico encallecido en el esnobismo musical puede ablandarse ante una balada de Céline Dion, ¿no va siendo hora de que hagamos las paces con esa parte de nosotres que hace lo mismo?

Yo podría fingir que mi adolescencia nunca ocurrió. Que no me hice selfies dramáticos con un maquillaje muy mal hecho y una cámara digital (los smartphones aún no se habían inventado. la palabra selfie tampoco) o que no escribía poemas pretenciosos sobre el amor perdido y la soledad. Pero lo hice. Y lo hice porque necesitaba hacerlo. Estaba creciendo, y sintiendo cosas de un tamaño e intensidad desconocidos hasta la fecha, tratando de gestionarlo sin entender del todo qué estaba pasando. Puede que me valiera de clichés repetidos mil veces, pero para mí eran nuevos y relucientes, porque los entendía por vez primera. Mi yo actual, que ya sabe usar el eyeliner y ha cambiado el labial de Halloween por un Everlasting de Kat von D en tono “Witches» (pero sigue llevando la misma gargantilla de púas) ha perdonado a esa adolescente angustiada y pomposa que lloriqueaba porque Todo Siempre Pasa Demasiado. Hay una parte de ella que todavía vive en mí, y la respeto porque posee los cimientos de la persona que he llegado a ser. Esa fue mi educación emocional.

Además, “My heart will go on” es un temazo y lo seguirá siendo hasta el fin de los tiempos, así que fight me.

 

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2 comentarios sobre “Cursilería y honestidad emocional

  1. Tsss, ojito con meterse con Céline Dion xD Supongo que, como (alguien que solía ser) cantante, simplemente aprecio una buena voz o a alguien que sabe hacer cosas interesantes con ella y nunca me he fijado tanto en si sus letras eran ñoñas o no. Sí he de reconocer que soy un poco reacia a las canciones de amor, pero es más porque en ciertos géneros es como si no se pudiera hablar de otra cosa y porque hay frases que se han repetido tanto que resultan vacías. Tampoco soporto Mr. Wonderful, aunque soy la primera que cree que todos necesitamos algo de optimismo de vez en cuando.
    De todos modos, estoy muy de acuerdo en que en esta sociedad hay mucho miedo a las emociones sinceras y que siempre es necesario reírse y quitarle hierro a todo. Mis propios amigos de la carrera me llamaron cursi por decir que yo me alegraba de haber vivido en cierta residencia de estudiantes porque si no, no los habría conocido. (Y después alguno hasta reconoció que, en el fondo, sentía lo mismo que yo). Es más: diría que la única sinceridad que se considera aceptable es la que se utiliza para herir (la llamada «honestidad brutal»).
    En fin, muy buen artículo, como siempre. Prometo intentar comentar más a menudo a partir de ahora.
    PD. Me ha matado la referencia a Tuomas Holopainen, jajajajaja. Ese hombre sí que es drama queen.

    1. Yo fui la primera en alucinar con lo de Céline Dion, que conste XDDDDD. Y también detesto Mr Wonderful con el ardor de mil soles, pero me he obligado a mí misma a considerarlo porque, como tú dices, a veces ese optimismo ligero es necesario, y puede ser saludable. Ugh, qué rabia me da cuando expresas tus emociones con honestidad y la gente se burla, aunque se sienta igual, porque la emotividad «es de débiles»; como muy bien has apuntado (¡gracias!) la única honestidad es la que se utiliza para herir, porque es la que te da supremacía sobre otra gente, en lugar de hacerte vulnerable.

      Me alegro muchísimo de verte por aquí. ¡Nos leemos pronto!

      PS: Tuomas Holopainen es The Original Drama Queen y lo sabemos XDDDDDD

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